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El olor a madera vieja y el sudor se mezclaban en el patio, mis pies descalzos siguiendo el ritmo de un jarabe tapatío imaginario. "Sofía." La voz de mi madre, María, era un cuchillo: "¡Qué torpe eres, niña! ¡Siempre haciendo el ridículo! ¡Bájate de ahí, nos estás avergonzando a todos!" Ese día en la fiesta de mi abuelo, mi cuerpo cayó al suelo, pero mi corazón se hizo pedazos cuando mi padre, mi santuario, me gritó con furia desconocida: "¡Lárgate a tu cuarto!" Desde ese día, el mundo se encogió. La vecina me negó el pan, la gente bajaba la mirada en el mercado. Todos parecían conocer un secreto sobre mí, una verdad terrible que me convertía en un monstruo a sus ojos. ¿Qué había hecho yo? ¿Qué palabra, qué frase, convertía el amor en violencia con un solo susurro? Estaba sola en una isla de odio, rodeada por un mar de susurros que no podía entender. Pero una noche, cansada de tanto dolor, decidí enfrentarla, gritándole: "Si tanto me odias, ¡déjame ir!" Ella me agarró del pelo, pero antes de que me golpeara, la voz de mi abuelo tronó: "¡María, suéltala!" Creí que la pesadilla terminaba. Pero entonces, mi madre pronunció esas palabras que me helaron la sangre: "No sin saber la verdad, tengo que decirles algo. Un secreto." Yo supliqué: "¡No escuches su secreto! ¡Por favor, abuelos, vámonos ahora!" Fue inútil. Mis abuelos escucharon el veneno, y sus miradas de amor se transformaron en horror. "Eres un error," dijo mi abuelo, y su golpe dolió más que todos los demás. Me abandonaron. Todos. La "tía" Carmen, mi última esperanza, también me traicionó. "¡Tía Carmen! ¡Ayúdame! ¡Me lo juraste!" Pero ella, mi supuesta salvadora, solo miró. La golpiza me dejó al borde de la muerte, pero el llanto de mi madre en la habitación contigua me detuvo. "No puedo más, Carmen. No puedo seguir haciéndole esto." Me arrastré, conteniendo la respiración, y pegué la oreja a la puerta. Fue entonces cuando escuché el secreto, la verdad que lo cambió todo, una verdad mil veces más oscura de lo que jamás imaginé.