/0/17397/coverbig.jpg?v=35907a7cc8f712f70bfff5604a4d8e8b)
Mateo Rojas, un arquitecto con una vida aparentemente perfecta, cimentó su matrimonio de cinco años con Sofía en una promesa inquebrantable: lealtad absoluta. "El Faro", nuestro majestuoso edificio Art Decó, era el símbolo de nuestra unión inexpugnable. Pero en nuestro quinto aniversario, al ir a su galería para una sorpresa, mi mundo se desmoronó al descubrir una escultura hiperrealista de Sofía, desnuda, obra de Leo, el artista callejero obsesivo que ella defendía. El shock no fue la ofensa, sino el orgullo radiante en sus ojos al ver su propia profanación. Desde ese instante, mi vida se convirtió en una pesadilla. Los ojos febriles de Leo acechaban en mi estudio, Sofía abandonaba citas cruciales -incluso me dejó tirado en una avenida, costándome el contrato de mi vida- para calmar las crisis manipuladoras de su "musa". Un chupetón en su cuello y un tango íntimo en una milonga clandestina, el baile que destruyó a mi padre, confirmaron la cruda realidad de su traición. ¿Cómo pudo pisotear nuestra promesa, profanar nuestro santuario e incurrir en cada una de mis peores pesadillas? El asco se apoderó de mí. La traición no era solo física; era la destrucción de mi identidad, mi legado y mi alma. Pero la rabia silenciosa me dio claridad. Recordé la cláusula de infidelidad en el acuerdo de "El Faro". Con una frialdad inusitada, contacté a mi vieja rival, Valentina Morales, para vender el edificio, sacrificialmente, a un fondo de Dubái. Me iría, sí, pero mi desaparición sería el primer acto de una venganza meticulosamente orquestada.