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Recibí la nota más alta de toda la ciudad en el examen de Selectividad: un 9.8 sobre 10. Una pequeña sonrisa de alivio y orgullo se dibujó en mi rostro. Pero esa simple sonrisa desató la furia de mi prima Camila, que había suspendido el examen, y, para mi horror, también la de mis padres. Mi padre, Ricardo, me arrastró fuera del comedor y me empujó al pequeño invernadero de cristal. Mi madre, Laura, con una mirada helada, me dijo que quizás un poco de falta de aire me haría bien, a pesar de que sabían que tengo asma severa. Escuché el inconfundible sonido del candado cerrándose, y vi a mis padres marcharse, dejándome atrapada mientras Camila encendía los focos de calor. Mis súplicas a mi madre fueron ignoradas, tachadas de "dramáticas" , mientras ella huía con Camila al spa. Incluso Elena, la fiel empleada del hogar, se vio obligada a bloquear la ventilación por miedo a que Camila cumpliera sus amenazas contra su hijo. Atrapada en ese infierno sofocante, sentí la traición clavarse en mí más rápido que la falta de oxígeno. ¿Cómo podían mis propios padres ser tan ciegos y crueles, tan manipulados por la herencia y la culpa de Camila, hasta el punto de abandonarme a mi suerte? La oscuridad comenzaba a cerrarse sobre mí, ¿acaso nadie iba a detenerme? Con mis últimas fuerzas, arrastré mi cuerpo moribundo, busqué mi teléfono y marqué el 112. Aquella llamada desesperada desencadenaría una serie de eventos que cambiarían mi vida para siempre, enfrentando la verdad y buscando la libertad que tanto me habían negado.