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El aire en la habitación era denso, olía a copal quemado y a miedo. Armando del Río, un curandero tradicional, vio con horror cómo su pequeña hija Dulce era sacrificada en un ritual macabro. Su esposa Sofía, la madre de la niña, y su amante Javier, observaban con codicia, mientras extraían los órganos vitales de Dulce. Él estaba inmovilizado, forzado a presenciar la atrocidad sin poder intervenir, sintiendo cada punzada en el cuerpo de su hija como si fuera en el suyo. La "purificación", insistía Sofía, era por el bien de la niña, pero todo lo que él veía era pura profanación. Ella justificó la carnicería como una "inversión" para su fortuna, ofreciéndole dinero como compensación por la vida de su propia hija. El insulto fue más doloroso que la propia muerte. La humillación pública, la burla de Sofía en la habitación de Dulce, usando los juguetes de su hija muerta de forma obscena, fue la gota que derramó el vaso. «¡Se acabó, Sofía!», le dijo con voz helada. Decidido a romper con esa pesadilla, Armando se propuso divorciarse y exponer la maldición de ambición que consumía a la familia de su esposa, incluso si eso significaba desenterrar secretos devastadores.