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El olor a antiséptico y el dolor agudo en mi vientre me arrastraron de vuelta a una realidad, a un eco de vacío. "Lamentablemente, hubo una pérdida espontánea del embarazo." Las palabras del doctor perforaron la niebla de mi mente, dejándome sin aire. A mi lado, Ricardo, mi prometido, el hombre con el que construiría una vida, estaba pegado a su celular, su voz un susurro tenso y molesto: "Sí, ya sé que es un desastre, Isabella, encárgate tú". Su rostro no mostraba preocupación, sino fastidio, como si mi tragedia fuera solo un inconveniente. No preguntó cómo me sentía, no mencionó a nuestro bebé perdido. De vuelta en el lujo helado de nuestro departamento, encontré un arete de perla y oro, inconfundiblemente de Isabella, su joven y ambiciosa asistente, la misma a la que él le acababa de susurrar una disculpa por "lo de ayer". La verdad me golpeó con la fuerza del impacto que vivimos: su indiferencia, sus "viajes de negocios", sus "horas extras" en la oficina. Todo encajaba en un patrón de traición. La mujer sumisa y devota que esperaba pacientemente las migajas de su atención, murió en esa cama de hospital. Abrí mi laptop, mi rostro pálido iluminado por la pantalla, y sin dudarlo, escribí un correo a Recursos Humanos de la empresa de Ricardo: "Asunto: Renuncia inmediata." No hubo explicaciones, solo mi nombre y la fecha de efectividad, inmediata. A la mañana siguiente, me quedé inmóvil en la cama, escuchando sus impacientes movimientos, esperando su café. "¡Sofía! ¿Y mi café? ¡Se me hace tarde para la chamba!" gritó desde la cocina. La pantalla de su celular, vibrando, reveló la humillación: una foto de Isabella con un comentario de Ricardo: "Lamento mucho lo de ayer, mi reina, te juro que te lo compensaré." Cualquier rastro de duda se evaporó, abrí mi laptop, acepté la oferta de trabajo de la competencia, un puesto de diseñadora principal que había rechazado por lealtad a él. Presioné "Enviar", el sonido más liberador que había escuchado en mi vida, el sonido del primer paso hacia mi nueva vida, una vida sin él.