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Mi abuela me miró con sus ojos cansados, la preocupación llenaba cada arruga de su rostro. "Xochitl, ya no eres una niña, todas las muchachas de tu edad ya se casaron y hasta tienen hijos corriendo por sus casas." Su voz era suave, pero cada palabra apilaba más presión sobre mí. En nuestro pueblo, una curandera soltera de veinte años era una rareza, casi una anomalía. "La gente empieza a hablar, mi niña, dicen que algo anda mal contigo." Bajé la mirada a mis manos manchadas de hierbas. Un sorteo, esa era la tradición. Los dioses decidirían mi destino. Un frío familiar me recorrió la espalda, no del aire de la montaña, sino de un recuerdo enterrado. En mi vida pasada, había escuchado esas mismas palabras. Y había sonreído, llena de una tonta esperanza. Mi corazón le pertenecía a Tlacaelel. Él, el guerrero más carismático, su sonrisa me hacía temblar las rodillas. Entonces, hice algo terrible: soborné al ayudante de mi abuela. "Asegúrate de que el primer papel que saque sea el de Tlacaelel." Mi boda fue el día más feliz de mi vida, o eso creí. Me trató como a una reina. Pero todo era una cruel trampa. El recuerdo de mi muerte volvió con la claridad de una pesadilla. En la choza, gritando de dolor, dando a luz. Tlacaelel a mi lado, susurrándome palabras de aliento. "Puja, mi amor, ya casi está aquí." El primer llanto de nuestro bebé. Miré a Tlacaelel, su sonrisa se borró. Su expresión se volvió aterradora. Sacó un cuchillo de obsidiana. Lo sentí clavarse en mi vientre, una y otra vez. El dolor fue indescriptible. Mis ojos buscaron a mi bebé. Tlacaelel lo levantó. Con calma monstruosa, aplastó su pequeño cráneo contra el pilar de madera. El llanto se detuvo. Para siempre. Mi mundo se derrumbó. Me torturó durante horas. "¿Por qué?", susurré con mi último aliento. "Porque nunca te amé, Xochitl, mi corazón siempre fue de Citlali, y tú te interpusiste." Todo fue por ella, su amante secreta, mi rival. Mi muerte fue lenta y agónica. Mi alma vagó, consumida por el odio, hasta que vi a Cuauhtémoc, el chamán temido. Lo vi descender al barranco. Recogió mis restos, mis huesos esparcidos. Cavó una tumba en tierra sagrada. Recogió flores silvestres. Veló por mí toda la noche, ahuyentando espíritus malignos con sus cantos. Él fue el único que lloró por mí. El único que me dio un entierro digno. El único que buscó justicia. Y en ese momento, mi alma encontró un ancla, una razón para volver. Abrí los ojos. Estaba de vuelta en mi choza, en mi cuerpo joven y sano. Los recuerdos de Tlacaelel avivaron mi determinación. Esta vez, no habría sorteo. Yo elegiría mi destino. "Abuela, no habrá sorteo." "He elegido a mi esposo. Quiero que arregles mi matrimonio con Cuauhtémoc, el chamán." La mandíbula de mi abuela cayó, sus ojos se abrieron con puro horror. El hombre más temido del pueblo. Mi salvador. Mi futuro esposo. Y el instrumento de mi venganza.