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La música vibraba en mis pies, pero el eco de mis deudas resonaba más fuerte; Ricardo, el heredero de Ciudad Esmeralda, me trataba como un objeto más en su fiesta de cumpleaños, un préstamo envuelto en seda roja. Entonces, el vino tinto se derramó sobre mi vestido, una humillación púbica orquestada por él, exigiendo que limpiara de rodillas, justo cuando vi a Diego, el hombre que me prometió amor eterno, sonriendo burlonamente desde la distancia. En ese instante, la Esmeralda ingenua que soñaba con jardines murió; mi madre en la cárcel por un crimen ajeno, mi padre en la ruina, y yo, vendiéndome al mejor postor para apenas sobrevivir. ¿Cómo pudo Diego, mi ancla, el hombre que desapareció sin dejar rastro justo cuando mi mundo se derrumbaba, atreverse a juzgar mi desesperación, mi forzada supervivencia? Cuatro años de infierno después, nuestra confrontación en el baño de lujo fue el catalizador: Diego confesó su cobardía, su huida, pero también su amor, mientras yo le mostraba la cruda verdad de mi familia y la red de corrupción que nos ataba; me ofreció una alianza, un plan arriesgado para usar a Ricardo contra su propio padre, con una meta clara: hacer que Ricardo se enamorara de mí de verdad, para luego traicionarlo y liberar a mi madre, costara lo que costara.