/0/18335/coverbig.jpg?v=1d296608ed5df5ed2c64229e57bd61cf)
Conducía mi sedán negro por la avenida principal, un día cualquiera, deseando llegar a casa y abrazar a mi amada Sofía, mi mundo, mi razón de ser desde que dejé los cuadriláteros. Pero entonces, un Porsche amarillo chillón, imprudente y agresivo, apareció por mi retrovisor, pegándose a mi parachoques trasero, como una declaración de guerra absurda. Intenté ignorarlo, pero el conductor, un jovencito insolente, me cerró el paso una y otra vez, riéndose y levantando el dedo medio, como si mi paciencia fuera su juguete. El corazón me latía con furia, la humillación pública era insoportable, pero me repetía a mí mismo: "Por Sofía, Ricardo, por Sofía, mantén la calma y no armes un escándalo." Fue entonces cuando la vi: la pequeña figura de un halcón de plata colgando del espejo retrovisor del Porsche, una réplica exacta del amuleto que le regalé a Sofía el mes pasado, el mismo auto que le compré a ella hace dos meses. Una mentira. Todo era una vil mentira. El frío de la traición me caló hasta los huesos. No era un desconocido. Era él. Mateo. Mi esposa. El dolor era indescriptible, pero la rabia se transformó en una calma helada, una determinación inquebrantable. Él no sabía con quién se había metido. Ya no me detendría. Pisé el acelerador de mi sedán, antes silencioso, y el rugido de mi máquina, como un halcón que recupera su presa, anunció el impacto. El sonido del metal retorciéndose fue brutal, un acordeón de fibra de carbono destrozado, mientras mi auto, apenas con un rasguño, permanecía intacto. Bajé del auto, el corazón aún me martilleaba en el pecho, no por la adrenalina, sino por un dolor oscuro, por la verdad que acababa de chocarme de frente. "¡¿Estás pendejo o qué?! ¡¿Sabes cuánto cuesta este coche, imbécil?!" Mateo, pálido y aturdido, me gritaba, exigiendo, amenazando con destruirme. Pero yo ya no veía a un simple arrogante. Veía al hombre que se acostaba con mi esposa. Veía el coche que yo le regalé a ella, ahora en sus manos, como un trofeo de nuestra traición. Veía el amuleto, el símbolo de nuestro amor, profanado y usado para burlarse de mí. Una calma aterradora me invadió. No iba a hacer nada. Aún. Quería ver hasta dónde llegaba la madriguera del conejo. Quería saber toda la verdad. Y, por su rostro, supe que no tendría que esperar mucho.