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El aire en la habitación olía a muerte, y yo, Isabella, prometida de Miguel y nuera del gran Don Fernando, esperaba el inminente final del Patriarca. En ese momento de solemnidad, Miguel, mi prometido, irrumpió con una urgencia febril. Ignorándome por completo, se arrodilló ante su padre, pálido y moribundo, para soltar una bomba: "Quiero romper mi compromiso con Isabella. ¡Amo a otra mujer, La Luna, y me casaré con ella!" La declaración me dejó helada, con el rostro sin color, mientras los hombres se miraban incómodos. Miguel, con una rabia desbordada, se giró hacia mí y, agarrándome bruscamente del brazo, me abofeteó sin piedad. El eco brutal de la bofetada resonó en la habitación, dejando mi mejilla ardiendo con una marca roja. Pero no lloré; solo lo miré con un frío y profundo desprecio. "Algún día te arrepentirás de esto, Miguel", le dije, con una calma que lo era todo menos tranquila. "No por mí. Por ti." Don Fernando, con la furia renovada, le preguntó si repudiaba a la hija del General Ramírez, pilar de su imperio. Miguel, con una arrogancia infantil, insistió: "El Halcón es el pasado. La Luna es el futuro. ¡Si no me dejas casarme con ella, renuncio a todo! ¡Construiré mi propio imperio!" Fue entonces cuando La Luna, una charlatana disfrazada de mística, apareció y confesó su "fórmula" para una droga, que Isabella, con calma y brillantez, desenmascaró públicamente como una receta básica y defectuosa de pasta base. La humillación de Miguel y La Luna fue absoluta. Don Fernando, con su último aliento de autoridad, desheredó a Miguel frente a todos. Miguel, ciego de rabia, se lanzó a atacar a su padre, pero los guardias lo detuvieron a tiempo. "No lo mate, Don Fernando", intervine, con voz tranquila pero firme. "Exílielo. Matar a su primogénito traerá mala suerte y división. Un heredero humillado es solo un cobarde." Mi suegro, con una sonrisa amarga, nombró a Carlos, su hijo menor, como posible sucesor y se preparó para sellar su nueva voluntad. Pero la historia se repitió de la forma más cruel: La Luna intentó asesinar a Don Fernando, revelando un ciclo de traición que el Patriarca conocía bien. Justo antes de morir, Don Fernando me legó su anillo, el símbolo de su poder, y con él, el destino de toda la familia. Con su último suspiro, el Patriarca exhaló, dejando un silencio ensordecedor. Miguel, aún en shock por la muerte de su padre, se proclamó el nuevo jefe, pero yo, con la sabiduría del viejo Don Fernando y el anillo en mi dedo, lo detuve. Con voz tranquila y autoridad innegable, saqué la última voluntad del Patriarca y lo desheredé formalmente. "No, no lo eres," le dije, mi voz resonando en la sala. Los guardias, uno a uno, se arrodillaron ante mí. Ordené que Miguel y La Luna fueran exiliados al desierto, despojados de todo. "No los mataré. La muerte es una salida demasiado fácil." Miguel pataleó y maldijo, pero fue arrastrado fuera. Con el sol naciente tiñendo el cielo, me erigí como la nueva líder, la Reina Halcón, sobre los escombros de la traición y la tragedia, lista para forjar un nuevo imperio.