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La mansión de los Mendoza, un nido de falsedad, celebraba el cumpleaños de Brenda Flores, la favorita, mientras yo, Elena Castillo, la verdadera heredera, observaba desde las sombras. Mi padre, Ricardo, y mi madrastra, Sofía, la exhibían como un trofeo, y mi hermanastro Mateo la devoraba con la mirada. Entonces, Brenda se acercó a mí, fingiendo inocencia, y de repente, un grito agudo, un tropiezo deliberado, y el champán helado se derramó sobre ella. Cayó al suelo, y con lágrimas falsas, me acusó: "¡Nena! ¿Por qué hiciste eso? ¡Me empujó! Solo quería ser su amiga, pero ella siempre me ha odiado". Mi padre exigió una disculpa inmediata, pero me negué. No iba a disculparme por algo que no hice, ni a seguir jugando su vil circo. Les revelé la verdad: Ricardo es solo un empleado de mi madre, Carmen Castillo, la verdadera dueña de la fortuna, y Mateo, ni siquiera es hijo biológico de mi madre, sin derecho a heredar nada. La casa, el imperio, todo es de ella. El silencio fue ensordecedor. La furia de mi padre se desató, y en un arrebato, me empujó. Mi cabeza golpeó la mesa, y la sangre manchó el suelo, junto a los restos del pastel. Mi padre y Sofía me abandonaron a mi suerte, viéndome sangrar. En ese instante, supe que estaba sola contra todos. Pero justo cuando la desesperación me invadía, Juan, el mayordomo, apareció, como un ángel guardián. Su lealtad a mi madre superaba cualquier miedo. Me dio un teléfono desechable: "La señora Carmen sabía que esto pasaría". Y entonces, marqué el número de mi madre, la emperatriz, para contarle todo. "¿Qué te hicieron?", su voz, antes de hielo, se convirtió en fuego puro. "Voy para allá. Mi vuelo sale en dos horas. Es hora de sacar la basura, hija. Y lo vamos a hacer juntas". El juego ha cambiado.