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El olor a frijoles fritos con chorizo me abría el apetito, un tormento en una casa donde la cuchara de mi madre solo servía porciones miserables para mí. Pero una tarde, vi el brillo de una oportunidad: cincuenta pesos, el premio de un concurso de dibujo que gané con la esperanza de saciar mi hambre por fin. Corrí a casa, el billete apretado en mi puño, solo para ver cómo la sonrisa de orgullo de mi madre se convertía en codicia al quitármelo. "A tu hermano le hacen falta unos zapatos nuevos para el fútbol", dijo, sellando mi destino con sus palabras y su acto. Esa noche, mientras el agua fría lavaba los trastes, el hambre en mi estómago se transformó: era un hueco en el pecho, una injusticia ardiente. ¿Cómo podía mi propia madre robarme así, negándome hasta el derecho a la comida? No era solo sobre el dinero; era sobre mi valor, mi existencia. Comprendí que si quería algo en este mundo, tendría que tomarlo, sin pedir permiso, sin esperar caridad. El hambre dolía más que cualquier golpe, y yo estaba dispuesta a pagar cualquier precio por saciarla.