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Mi abuela me dejó el mejor de los legados: el olor a cilantro, la sazón en mis manos y el sueño de mi puesto de tacos. Años de sudor y ahorro para comprar la esquina más codiciada de la plaza, mi pequeño reino de lámina y acero inoxidable, hasta que un día, el gordo Ledesma, el cacique que todos temían, apareció y con una sonrisa torcida, se apropió de todo. Mis papeles, mi esfuerzo, mis ilusiones... para él no valían nada y sus matones, con total impunidad, destruyeron mi puesto, pisoteando incluso el retrato de mi abuela. La ley parecía sorda ante mi clamor y la gente, amordazada por el miedo, solo desviaba la mirada. ¿Cómo era posible que un hombre pudiera pisotear años de trabajo y un legado familiar sin consecuencia alguna? ¿Dónde quedaba la justicia cuando el miedo era la moneda que compraba el silencio? Pero en medio de la desesperación, la voz de mi abuela y sus historias de viejos luchadores resonaron. No me iba a rendir. Si la ley de los hombres no servía, buscaría la de los justicieros del pueblo.