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Solía ser Sofía Romero, una arquitecta exitosa en la Ciudad de México, mi nombre sinónimo de un futuro brillante. Pero renuncié a todo, a mi carrera y mis sueños, por criar a Mateo, el hijo de mi hermana Elena, quien murió en un accidente. Mi cuñado, Ricardo, me convenció de que no sabía criar niños y se hizo cargo de Mateo, y de la empresa familiar de mi padre. La traición no tardó: nos abandonó a Mateo y a mí en un barrio humilde, mientras él vivía con su nueva pareja, Laura. Años después, la tragedia me golpeó de nuevo: mi hija Isabella murió en un tiroteo de pandillas. En mi desesperación, descubrí que Ricardo había desfalcado la empresa, robándonoslo todo, y que Laura se burló por haber financiado su lujosa vida con la herencia de mi hermana. Pero lo más atroz llegó: Laura, con una sonrisa cruel, me confesó que el "accidente" de Elena había sido planeado, una "solución permanente" . Mi dolor se transformó en una rabia fría y cortante, un deseo de justicia que ardía en mi pecho. Recordé el legado de mi padre, un abogado que luchó por la justicia, y encontré sus viejos expedientes. Armada con ellos y un deseo de venganza, decidí que Ricardo no se saldría con la suya. En la junta de accionistas de la empresa familiar, con grabaciones y documentos, expuse sus crímenes. Ricardo, desenmascarado, abofeteó a Laura y la destrozó públicamente, revelando su propia monstruosidad. Sentí una claridad helada: él y su amante habían planeado la muerte de mi hermana. Ricardo intentó volver a mi vida, pero lo expulsé y, con los fondos recuperados, fundé una organización para víctimas de la corrupción. Ya no soy la arquitecta, soy la guardiana del legado de mi padre, la voz de mi hija y la protectora de mi sobrino. Mi guerra apenas comienza.