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La fiebre me quemaba, pero el frío de la noche riojana me paralizaba. Llevaba ocho años casada con Máximo, ocho años sacrificando mi pasión, los tablaos de Sevilla, y entregándole todo para que su bodega triunfara. Fui su socia silenciosa, crié a nuestro hijo, saneé sus finanzas y, lo más importante, le di un secreto ancestral de mi abuela: la fórmula de un vino de postre que nos lanzó al estrellato. Pero para el mundo, y para él, el éxito era solo suyo. Esa noche, la más importante del año, él se llevó a nuestro hijo sin avisar y me ignoró, mientras mi prima Sofía, la favorita de mis padres y la que siempre me eclipsó, presentaba "mi" vino como su gran creación. Todo se desmoronó cuando mi propio hijo, Leo, manipulado por ellos, me miró con lágrimas en los ojos y me acusó: "Eres mala, mamá. Hiciste llorar a tía Sofía". No podía creerlo. Fui invisible, traicionada, despojada incluso de la lealtad de mi hijo, de mi propia familia, en su "gran día". ¿Cómo era posible tanto desprecio? ¿Cómo podían borrar mi existencia así? Esa misma mañana, aún temblorosa por la fiebre y la rabia, puse los papeles de divorcio sobre la cama y firmé, para siempre, mi propia liberación.