Mi padre nunca tuvo el valor de protegernos, así que yo decidí hacerlo por él.
Por mi hermano.
Por mí.
Aquella noche, antes de salir del hotel, me miré en el espejo una última vez.
El vestido negro, corto, ceñido. Elegante. Con un toque sexy pero casual que hacía juego con la máscara.
Los labios enrojecidos, como si mi boca ocultara un secreto.
Y sobre mi rostro, la máscara metálica de lobo plateado que encontré en una tienda de antigüedades semanas atrás.
Tenía filo en las puntas, hojas que se curvaban como garras, ojos huecos que dejaban ver los míos en la penumbra.
Pero lo más importante: ocultaba mi identidad.
Ocultaba mi dolor.
Era mi armadura.
Caminé por el pasillo del hotel, oliendo a tabaco, madera vieja y perfume caro. El sonido de mis tacones resonaba como una advertencia.
Llevaba puesta la máscara... y dentro de mí, el miedo estaba encadenado.
-Habitación 408 -murmuré, recordando el mensaje de texto que mi padre me envió como si se tratara de una entrega de pizza.
Sin remordimientos. Sin disculpas.
Toqué la puerta una vez.
Dos.
Él abrió.
No era como los otros.
No tenía ojos hambrientos ni sonrisa torcida.
No dijo mi nombre.
Tampoco intentó tocarme.
Simplemente me miró.
Directo. Como si pudiera verme debajo del metal. Como si ya supiera lo que ocultaba.
Había silencio dentro de él.
Uno profundo, como el de un bosque en medio de la noche.
Sus ojos no eran negros. Tampoco azules.
Eran... plateados. Como acero húmedo.
-¿Eres Keila? -preguntó con voz grave, sin invitarme a pasar.
-Sí.
-Entonces estás en el lugar equivocado -dijo, cerrando la puerta casi por completo.
-¿Qué? ¿Cómo que...? ¡Espere!
Puse el pie en el umbral.
Él suspiró. Sus dedos tocaron su sien, como si algo le doliera. Como si hubiera esperado este momento y, al mismo tiempo, lo odiara.
-No es tu culpa -murmuró-. Solo eres parte del trato.
-¿Y tú no?
-Yo soy el que lo rompió.
Entonces la puerta se abrió de nuevo. Esta vez con calma.
Y lo vi.
No era humano del todo.
No sé cómo lo supe.
Pero algo antiguo y violento se movía dentro de él.
Como si el hombre frente a mí fuera solo una máscara... y detrás viviera una criatura esperando el momento justo para salir.
-¿Quién eres? -pregunté.
Él me miró con la misma intensidad con la que los lobos miran a la luna.
-Me llamo Darek.
-¿Y qué quieres de mí?
-Nada... aún.
Y fue en ese instante, ese susurro de segundos, en el que sentí que todo iba a cambiar.
Que esta historia, la mía, no iba a ser solo la de una chica convertida en moneda de cambio.
Que alguien me observaba desde hace tiempo.
Que el trueque, tal vez, no era conmigo... sino por mí.
Y que el destino estaba a punto de soltar a las bestias.
Todo comenzó con una deuda que no era mía.
Y con una llamada que no pedí.
-Esta vez no es dinero -dijo mi padre, sin siquiera levantar la vista del vaso-. Es algo más simple. Algo que solo tú puedes dar.
Ese "algo" era yo.
No pregunté detalles.
Ya había entendido la lógica de su mundo: cada deuda tiene un precio, cada precio tiene una forma.
Y, a veces, esa forma tiene cuerpo.
Mi padre nunca me lo pidió.
Solo lo decidió.
Y yo lo acepté. No por obediencia.
Sino porque aprendí demasiado pronto que hay cosas peores que el sacrificio: la culpa, por ejemplo.
La vergüenza.
La impotencia.
La noche de mi primera entrega me vestí como se visten las reinas antes de una ejecución: con dignidad prestada.
Sobre mi rostro, la máscara.
Era metálica, oscura como la medianoche, con contornos afilados que recordaban la cara de un lobo.
Fría al tacto.
Impenetrable a la mirada.
Solo dejaba ver dos cosas: mis ojos, de un azul grisáceo como agua bajo hielo; y mis labios, suaves, llenos, de un tono natural entre rosa y escarlata.
Así es como él me vería.
Y así es como me recordaría.
El cuarto tenía un solo espejo.
Y aun así, parecíamos reflejarnos mil veces en él.
Él me observaba como quien reconoce algo perdido.
No dijo nada.
Tampoco me pidió que hablara.
Solo acercó su mano, sin tocarme aún.
Yo no me moví.
Era como repetir la misma escena: solo el rostro cambia.
Y yo, la misma. Sin miedo. Sé a lo que estoy aquí.
No me muestro vulnerable.
Solo soy una mezcla de ambas.
Y entonces, sus dedos rozaron mi mejilla, justo donde la máscara terminaba.
Se inclinó.
Sus labios rozaron los míos.
El frío del metal equilibró el calor de su boca.
Era un roce contenido, como si templara un instrumento antes de tocarlo.
La noche estaba silenciosa, pero no muda.
Allá afuera el mundo parecía dormir.
Aquí adentro, algo despertaba.
Sobre la cama, el tiempo dejó de ser exacto.
No hubo prisas.
Pero tampoco dudas.
Fue un acto entre desconocidos que no buscaban poseerse, sino comprender algo más profundo, aunque fuera por un instante.
Él fue todo a la vez:
Firme, como quien conoce sus límites.
Calmo, como quien ha perdido el miedo.
Y feroz, como quien teme olvidar.
Y, a pesar de todo, dulce.
Con la dulzura del que sabe que esto no se repite.
Con los sutiles murmullos del lobo interior de Darek.
Del que sabe que esta noche estrellada es única, irrepetible, y ya está desvaneciéndose mientras ocurre.
Cubriendo con besos y caricias mi cuerpo, teniéndome sobre él, sintiendo mis manos sobre su cuello, su pecho, su cabello ante cada movimiento sobre la cama.
Hasta que los sueños se apoderaron de las sensaciones.
Tampoco sonreí.
Solo lo miré mientras dormía a mi lado.
Por un momento, desapareció mi escudo, reflejando mi rostro ante los ojos cerrados de Darek.
Hasta que volvió a mí la máscara.
Porque esa soy yo.
La mujer que nadie recuerda dos veces.
Solo conservan el recuerdo de la noche del trueque.
Pero yo los recuerdo a cada uno.
En los silencios de otros.
La que se llama Keila, aunque ese no sea su nombre.
Y cuando amanece, ya no está.
Para Darek, o cualquier hombre que comparta la cama con la bella pelirroja, no hay despedida.
No deja rastro.
Solo una flor blanca en la almohada.
Y su perfume es su sombra, repitiendo que fue solo por una noche.
Porque esa es su regla.
Su única regla:
Ningún hombre me vería dos veces.
Un trueque por mí solo ocurría una vez.
Si mi padre volvía a caer -y claro que lo haría- tendría que buscar otra forma de pagar.
O encontrar otro cuerpo.