do frente a ella era una carta fechada en 1893, escrita en una caligrafía desordenada que había aprendido a reconoce
ir, etiquetar. Repetir. Día tras dí
olos encontrados bajo la tercera capa de la capilla no pueden ser latinos, ni he
det
r había distorsionado la palabra o si e
, ampliando el docu
e de una criatura parecida a un ser alado, pero
un esca
iedo. No
e se tragara el aire de su alma. El mismo que sintió la primera vez que conoció a Félix
algo en sus ojos grises le hablaba sin palabras. Su voz grave. La forma en que se inclinaba para
el documento tra
gos. Y sin embargo, aceptó que no habría otro "juego con su padre" solo para volverla a ver. Eloísa prefirió proponerle una tregua más sencilla: verse de
mpió el silencio, vibran
a. Un recordato
n: ED –
ume caro. Dueño orgulloso de uno de los casinos favoritos de mafiosos y gánsters de med
ecía tallada con filo. Se decía que era un hombre despiadado, arrogante, de ambici
ue Edmundo poseía algo que ella necesitaba. Algo por lo
lo que buscaba, pero tampoco negaba que, si sabían respetar sus reglas, podía dejarse llevar un poco por el juego. Edmundo Dumas, co
as reglas, de ofrecerse bajo sus propios términos. No era un premio ni una prenda de cambio: era una experiencia envuelta en misterio, cuya atracción radicaba en no ser alcanzable
orpresa, lo est
aro, elegante, ceñido en la cintura con una caída que parecía flotar. Había llegado dentro de una caja de terciopelo negro, acompañado de un antifaz de alas, también azul claro, con detalles en dorado y gris
do le recordara que
cio. No preguntó nada al chofer -ella no necesitaba explicaciones- y se acomodó en el asiento trasero con la misma tranqu
iudad, champagne caro y música discreta de fondo. Pero algo en el recorrido comenzó a desconcertarla. L
y guantes oscuros la esperaba junto a la escalerilla desplegada de un jet privado. Se inclinó con una e
r recibirla esta noche en la ciudad. Ha pedido que la traigamos a su re
ro, aunque por dentro una chispa de interés se e
a un taxi, y se acomodó en el asiento reservado para ella. La azafata le ofreció una copa de vino blanc
an solo un ensayo. Esta n
sí, pero aún debía probar que sabía usar
a tenue luz de la cabina como un augurio. El aire nocturno del bosque prometía
odo. Eloísa recostó la cabeza contra el respaldo de cuero claro, sin despegar los dedos del antifaz azul que descansaba
a sobre la bandeja. No tenía apeti