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El implacable y sostificado Lorenzo Cicolla tenía un único y perturbador objetivo: la venganza. Isobel lo había traicionado una vez, y ahora tenía que pagar por ello... Pero lo que Lorenzo no sabía es que Isobel ya había pagado en dolor y lágrimas. Una cruel venganza contra su padre la había obligado a sacrificar el único verdadero amor, de su vida: Lorenzo. Los recuerdos de la pasión que habían compartido habían sido la salvación privada de Isobel... ¿Los destruiría Lorenzo para siempre? En esta historia veremos de todo un poco, la venganza del primer amor, reconciliación y el perdón. Dicen hay que segundas oportunidades y nada más preciado que saber valorarlo y apreciarlo. ¿Lo harán Isobel y Lorenzo?
El blanco era un color horrible. Isobel miró su reflejo en el espejo de la cómoda y pensó que probablemente no volvería a ponérselo nunca. Para siempre le haría evocar un sentimiento de desesperación.
Comenzó a cepillarse el pelo, su larga melena oscura, casi negra, que le caía por la espalda en ligeras ondas. Sabía que, antes o después, tendría que parar de cepillárselo. Llevaba más de dos horas en el dormitorio, vistiéndose, pero en realidad esquivando lo que inevitablemente estaría sucediendo en el piso de abajo.
Alguien llamó a la puerta y su madre la empujó y entró, sonriendo. Isobel le devolvió la sonrisa. Los músculos de la mandíbula le dolían a causa del esfuerzo, pero no tenía más remedio. Se suponía que las novias debían estar radiantes. ¿Dónde se había visto una novia deprimida?
-Ya casi estoy -dijo Isobel, dándose la vuelta y oyendo el crujir de su vestido a sus pies. Las mangas le quedaban demasiado estrechas y el escote era demasiado bajo, pero no podía culpar a nadie excepto a sí misma. Su contribución a la hora de elegir el vestido había sido casi nula. Había dejado que su madre sacara el diseño de un revista sin siquiera mirarlo. Le habían tomado las medidas, se lo había probado, había dicho que sí a su madre y a la modista, y apenas se había fijado en él. Ahora se daba cuenta de que lo odiaba, pero también de que habría odiado cualquier vestido de novia-. ¿Qué tal estoy? -preguntó, levantándose, y la sonrisa de su madre se hizo más amplia.
-Preciosa, cariño -dijo su madre, con los ojos húmedos.
-Nada de lágrimas... me lo prometiste -se apresuró a decir Isobel con voz firme. <
-Claro, cariño -contestó la señora Chandler-, pero no puedo evitar pensar... bueno, ¿cómo han pasado tan deprisa todos estos años? Hace nada eras una bebé, y ahora vas a casarte.
-Alguna vez tenía que crecer -respondió Isobel, esforzándose para que su voz sonara ligera y despreocupada. No quería que sus padres sospecharan ni por un momento que no encontraba feliz en absoluto. Los quería demasiado. Había sido la ansiada hija de una pareja que había perdido la esperanza de tener niños, y desde el día de su nacimiento se habían volcado en ella. Ambos habían mostrado siempre un desmedido entusiasmo por todo lo que ella hacía, decía o pensaba, e Isobel había correspondido a su cariño con un afecto igualmente profundo.
-¿Y qué tal estoy yo? -preguntó la señora Chandler, dando un pequeño giro, e Isobel sonrió.
-Espectacular. -era verdad. La señora Chandler era tan alta como su hija; tenía el pelo rubio en lugar de oscuro como Isobel, pero ambas poseían los mismos ojos de color azul violeta y las mismas pestañas largas y espesas. Tenía sesenta años, pero su rostro aún era hermoso. El mal de Parkinson que padecía podía haber afectado a sus movimientos, hacer que hablara más lentamente, pero no le había hecho perder presencia-. Papá es un hombre afortunado -dijo Isobel, sintiendo que se le hacía un nudo en la garganta al pensar en su padre.
La señora Chandler se echó a reír.
-Si lo hubieras visto hace una hora -dijo-, no lo habrías descrito como un hombre abrumado por su buena suerte. Estaba enfurruñado intentando meterse en un esmoquin. Insistía en que podía meterse todavía en el que llevó cuando nos casamos, y por supuesto, no puede. Ha tenido que dejarse el último botón desabrochado, pero no creo que nadie lo note, ¿verdad? Todos los ojos estarán fijos en ti, cariño.
La idea la ponía enferma, pero volvió a sonreír e intentó parecer extremadamente dichosa ante semejante perspectiva.
-¿Cómo van los preparativos? -preguntó, cambiando de tema-. Lo siento, debería haber ayudado, pero...
-Pero nada. No puedes andar de un lado para otro con ese vestido, asegurándote de que todo va bien. Sé que estás nerviosa; yo estaba terriblemente nerviosa el día de mi boda. Pero hay suficientes manos abajo asegurándose de que nada falle. La comida tiene un aspecto delicioso y los invitados están empezando a llegar. Tu padre los está recibiendo, con la tía Emma y tus primos. Gastando sus chistes habituales. Ya sabes -concluyó, con los ojos llenos de afecto.
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-¿No ha llegado Jeremy aún? -preguntó Isobel, sintiendo que la pregunta casi la ahogaba, pero continuó sonriendo y aparentando felicidad.
-Llegará dentro de poco -contestó la señora Chandler, comenzando a moverse lentamente hacia la puerta-. Cariño, tengo que ir a ayudar a tu padre. Él vendrá a buscarte dentro de poco, cuando todo vaya a empezar. Estoy tan feliz por ti -añadió, deteniéndose junto a la puerta-. Ya sé que los dos dijimos que estábamos un poco desilusionados de que no terminaras tus estudios en la universidad, pero estoy segura, viéndote ahora, de que es lo mejor, y de que sabías lo que estabas haciendo.
Salió e Isobel se sentó sobre la cama. Ahora que no había nadie en la habitación, era libre para dejar de sonreír. Deseaba que su madre no hubiera sacada el tema de la universidad. Ya había tenido que padecer muchos sufrimientos por ese matrimonio, y el asunto de sus estudios era uno de ellos. Se puso unos zapatos de tacón forrados de raso. Le resultaban incómodos. Era una chica alta y estaba acostumbrada a ir con calzado plano, pero ese vestido exigía zapatos de tacón.
Se dirigió a la ventana y contempló el enorme jardín que rodeaba la parte posterior de la casa y que sus padres habían cultivado diligentemente desde que se mudaron allí. Dentro de pocos años necesitarían un jardinero para que los ayudara, o convertir parte del terreno en un padre, pero estaba claro que no lo pospondrían lo más posible. A su madre le habían dicho al comienzo de su enfermedad que su estado empeoraría, pero Isobel sabía que continuaría atendiendo su jardín, con cariño si no tan minuciosamente.
Desde allí no podía ver cómo llegaban los invitados. Éstos estarían entrando por la puerta principal. Parientes, a algunos de los cuales no había visto durante mucho tiempo; sus amigos de la universidad, que probablemente se quedarían boquiabiertos y se sentirían intimidados por las dimensiones de la casa de sus padres, porque ella nunca les había dicho lo rica que era su familia; y por supuesto sus amigos del colegio, los suyos y los de Jeremy, amigos comunes a los que conocían de toda la vida... igual que ellos dos se conocían de toda la vida.
Observó el jardín e intentó imaginarse sus reacciones ante ese matrimonio. Suponía que la mayoría lo vería como una especie de conclusión natural, algo esperado, pero algunos, sus amigos más cercanos, ya ya habían expresado su horror ante la unión. Le habían dicho, con diferentes grados de tacto, lo sorprendidos que estaban de que lo dejara todo, abandonando sus estudios de medicina para casarse y establecerse. Naturalmente, ello no había dicho nada. ¿Qué podría haber dicho?
Sus padres se habían sentido desilusionados también, aunque se habían esforzado por no condenar su elección. El hecho era que ellos le habían inculcado desde la niñez la importancia de la educación, y se habían quedado atónitos cuando ella había llegado seis meses antes, se había sentado y les había anunciado con voz inexpresiva su decisión de casarse con Jeremy Baker.
Su inmediata preocupación había sido si estaba embarazada, lo cual, como Isobel había pensado en aquel momento, había sido la única cosa divertida en esa desagradable historia.
-Es sólo que todo es tan repentino, cariño -le había dicho su madre, frunciendo el ceño e intentando encontrarle sentido-. Ni siquiera pensaba que Jeremy y tú estuvieseis tan unidos. Yo pensaba...
Isobel sabía lo que pensaba, y se había apresurado a interrumpirla, diciendo alguna tontería sobre que había descubierto por fin dónde estaba su corazón.
-Pero, ¿no puede esperar? -le había preguntado su padre con expresión preocupada, y ella no había sido capaz de afrontar su mirada.
-Creemos que esto es lo mejor para nosotros -había dicho entre dientes, y más tarde, cuando ellos le preguntaron delicadamente sobre sus estudios de medicina, había murmurado algo de que la sangre y vísceras no habían resultado ser su camino después de todo.
Al final, sus padres lo había dejado, y su madre se había embarcado en los preparativos de la boda con entusiasmo. Su padre era un hombre influyente en la comunidad, y se tiró de todos los hilos necesarios para que todo estuviera listo con la misma perfección que si se tratara de un acontecimiento previsto desde mucho tiempo atrás. Nada era demasiado bueno ni demasiado grande para su hija, Isobel lo había observado todo desde fuera, conteniendo la tristeza que amenazaba con dominarla a cada paso.
Oyó que llamaban de nuevo a la puerta y se puso rígida de alarma. No podía ser su padre. Todavía no. Miró el reloj, que le mostró que todavía le quedaban por lo menos cuarenta y cinco minutos de libertad.
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