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En la fastuosa fiesta de la hacienda Montenegro, mi hermano Javier, mesero, trabajaba diligentemente para financiar mis estudios. Lo observaba desde una esquina, sintiéndome un poco fuera de lugar entre tanta opulencia. De repente, un grito agudo rompió la noche. Sofía Montenegro, la hija consentida, empapada en mezcal, vociferó, culpando a Javier por su vestido arruinado. Sus ojos crueles hicieron una seña a dos hombres corpulentos. Se llevaron a Javier, y mi corazón se encogió. Corrí tras ellos, pero me detuvieron en una puerta, escuchando los golpes y los gritos ahogados. Luego, el silencio. Cuando me dejaron pasar, Javier yacía en el suelo, sin vida. Sangre. Mucha sangre. "No...", fue mi susurro ahogado. El mundo se detuvo. Sofía lo había matado. Por un estúpido vestido. Un dolor desgarrador me atravesó. ¿Cómo podía la vida de mi hermano, mi único apoyo, valer tan poco ante tanta crueldad desmedida? Lloré sobre su cuerpo frío hasta que no me quedaron lágrimas. En ese momento, juré venganza. Sofía Montenegro pagaría. Destruiría todo lo que ella amaba, comenzando por Mateo Rivas, su prometido. Conseguí el puesto de su asistente personal. La venganza había comenzado a servirse.