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La música de la fiesta apenas existía para mí, aunque estaba en medio de todo, una extra en mi propia vida, llevaba un vestido rojo, un pequeño acto de rebeldía. Pero cuando Mateo me vio, su rostro se transformó, y sus palabras heladas, "¡¿Qué demonios traes puesto?!", golpearon como un puñal. "Te dije que no usaras rojo," sentenció, y su madre, Doña Elena, remató con una sonrisa de víbora: "Ella no es Ana." Ahí estaba la verdad que me ahogaba: yo era la sustituta, la mujer sin apellido que solo servía para dar un heredero, jamás la esposa. Sentí que el aire se me iba de los pulmones, la humillación quemaba, y por un instante, me pregunté si había algo de verdad en sus crueles palabras. "Necesito un poco de aire," dije, soltándome de su agarre, y dejé atrás la farsa, porque algo en mí, por fin, se negaba a seguir viviendo así.