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La puerta se cerró con un portazo violento, resonando en nuestro pequeño departamento, mientras los gritos de Mateo estallaban: "¡Estoy harto de tus putos dramas, Sofía! ¡Harto!" . Yo me quedé inmóvil, el corazón desbocado por un agotamiento que me calaba los huesos, observando cómo aquellas molestas letras doradas aparecían frente a mí, defendiéndolo como siempre: "Vamos, el chico solo está un poco estresado". Esa noche, la farsa se desmoronó cuando, por negarme a pagarle una guitarra que costaba tres meses de mi sueldo mientras no teníamos para el alquiler, Mateo destrozó el jarrón de la abuela, con un cristal rozándome la mejilla. Horas después, la voz preocupada de mi vecino Don Carlos se hizo oír, ofreciéndome ayuda y la posibilidad de llamar a la policía al ver mi corte, una oferta que rechacé por inercia, mientras el coro dorado justificaba la agresión: "Las parejas discuten, es normal". Con el corazón roto, caí en cuenta: éramos personajes de una novela barata, él el genio atormentado, yo la musa sufrida, y cada humillación, un "giro de trama" hacia su éxito. La mañana siguiente, la cruel ironía se grabó en mi piel: Mateo me había engañado con mi prima Isabella en un lujoso hotel, pagado con mi propio dinero. El guion en mi mente entró en pánico, pero una furia fría me consumió: "Se acabó. Saca tus cosas. Ya pagué la suite, considéralo mi regalo de despedida". La guerra comenzó. Familia y amigos se volcaron en su defensa, mi propia madre me abofeteó por contradecirlo, y mi jefe me despidió porque, según Mateo, yo "no estaba bien mentalmente". Lloré bajo la lluvia, sin dinero, sin trabajo, sin nadie, acorralada por el guion que me había quitado todo, hasta que en la profunda desesperación, la voz del "autor" , el Dr. Ramírez, se reveló: "Tú no tienes una vida, Sofía. Eres un personaje. Tu sufrimiento lo engrandece" . A pesar del dolor que me infligió para someterme, le juré: "Soy un cactus, imbécil. Y voy a sobrevivir a tu puto desierto" .