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El recuerdo de mi muerte es un eco frío, un escalofrío que cala los huesos. El día de mi boda, el sol brillaba, pero para mí todo era oscuridad. Camila, mi prima, me ofreció una copa de champán para celebrar, un brindis por mi futuro con Ricardo Vargas. Confié en ella, como siempre lo había hecho. Bebí. Desperté horas después, confundida y con la cabeza a punto de estallar, en una habitación de hotel barata, sin mi vestido de novia. Corrí de vuelta a la iglesia, y la vi: Camila en el altar, llevando Mi vestido, casándose con mi prometido, Ricardo, quien la miraba con una devoción que una vez me prometió a mí. Cuando intenté gritar la verdad, mi propio padre, el Dr. Carlos Romero, me detuvo. Sus ojos, antes cálidos, ahora eran dos pedazos de hielo. Me arrastró fuera, lejos de las miradas, y sus palabras fueron más dolorosas que cualquier golpe. "Deja de hacer el ridículo, Sofía. Eres una oportunista. Siempre lo has sido." Me abandonó en la calle, con el alma rota. Busqué justicia, fui a la policía, pero nadie me creyó contra el prestigioso Dr. Romero y la nueva Sra. de Vargas. Desesperada, intenté enfrentarlos de nuevo, pero esa noche, en un callejón oscuro, alguien me atacó por la espalda. El golpe fue seco y definitivo. Mi último pensamiento fue para mi madre, la única que realmente me había amado, preguntándome por qué mi padre, a quien ella tanto amó, podía ser tan cruel. ¿Quién le creería a una mujer histérica? ¿Por qué mi propio padre me hizo esto? No lo entendía. Y entonces, desperté. Un sudor frío me recorría la espalda. Mi respiración era agitada. Miré mi teléfono: viernes, 23 de octubre. Un día antes de la boda. Estaba viva. Tenía otra oportunidad. Esta vez, yo escribiría el final de la historia.