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Recibí la llamada a medianoche. Era Mariana, mi cuñada, su voz rota por el llanto, diciéndome que Ricardo, mi esposo, había muerto en un accidente de coche. Escuché sus sollozos fingidos, esa farsa elaborada para que pareciera real. Mi Ricardo, un chef de fama mundial, ¿muerto? Yo sabía que era una mentira, porque él mismo me había contado la verdad, una verdad que solo yo recordaba de una vida pasada. En esa vida anterior, le creí, lloré hasta secarme los ojos y vi cómo mi mundo se desmoronaba mientras él simplemente cambiaba de nombre y de vida. Él me confesó todo: Mariana esperaba un hijo suyo, y planeaba simular su muerte, asumir la identidad de su hermano gemelo Jorge, para proteger el negocio familiar y a su nueva familia. Todo lo que obtuve fue desprecio: «Ricardo murió en un accidente, y yo tomaré el lugar de Jorge, así el negocio de la moda seguirá, y Mariana y mi hijo estarán protegidos bajo el nombre de su "difunto" esposo». Mi suegra, Doña Elena, y Mariana, me hicieron la vida un infierno, acusándome de traer mala suerte, arrebatándome todo, incluso mi dignidad, hasta que terminé fregando pisos. Lo peor fue ver a Ricardo con su nueva vida, sonriendo a las cámaras, mientras mi hija, Valentina, tiritaba de frío y hambre. Hasta que Valentina enfermó gravemente, y sin dinero para medicinas, murió en mis brazos; yo la seguí poco después, saltando de un puente. Pero entonces, desperté. Estaba en mi cama, el sol entraba por la ventana, y el calendario marcaba el día antes del «accidente» de Ricardo. Había vuelto. Me habían dado una segunda oportunidad. Y esta vez, no sería la víctima. Esta vez, yo movería los hilos.