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No creí que mi décimo aniversario de bodas pudiera ser peor. Ricardo, mi esposo, me citó en "La Cima" , el restaurante más exclusivo de la ciudad, un lugar adornado con pétalos de rosa y velas que gritaban romance. Pero la película no era mía. Mi corazón se hizo pedazos al verlo ahí, no solo, sino con Isabella, su "gran amor perdido" de la universidad, entregándole una cajita de terciopelo. Luego escuché la risa de mi hija, Valentina, diciéndole: "Papá, ¿le gustó el regalo a Isa?" y a Ricardo sonreírle. Isabella, con una crueldad helada, añadió: "Tu papá me dijo que el ingrediente principal es algo que tu mamá odiará. Eso lo hace aún más delicioso." ¿Y luego Valentina gritó: "Sí, el estúpido de Churro. ¡Por fin nos deshicimos de ese perro molesto!" Mi pequeño chihuahua, mi compañero fiel. ¿Era una broma cruel? Ricardo remató: "Tu mamá siempre amó más a ese perro que a las personas. A ver si con esto aprende cuál es su lugar." La náusea me invadió. Las dos personas que más amaba habían sacrificado a mi Churro para sellar su despreciable nueva unión. ¿Cómo pudieron ser tan monstruosos? Con el alma en cenizas, mi cerebro de abogada se encendió. No tenían idea de con quién se estaban metiendo.