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El olor a humo y a carne quemada me arrancó de la oscuridad de golpe, un grito ahogado en mi garganta. Mi corazón martilleaba, pero no había llamas, solo el frío familiar de la hacienda. Abrí los ojos, estaba viva. Estaba en mi cama. Mi calendario de escritorio marcaba el día, el mismo día en que todo se fue al infierno. El eco de la explosión final, el fuego devorándolo todo, aún resonaba. Vi a Rodrigo, mi esposo, caer en la nieve y el cuerpecito sin vida de mi pequeña Isabel. "¿Mami?" la voz de Camila, mi hija adoptiva y su preocupación ensayada, la misma de siempre. Sentí un escalofrío y la recordé, esa misma cara que me miró con odio mientras su padre, el líder del culto, nos despojaba de todo. "Estaba pensando en mis papás biológicos" , dijo Camila con esa voz suave de serpiente. "Necesitan comida. Y cobijas. Tal vez algo de dinero. Tú tienes tanto, y a ellos les falta todo." Mi estómago se revolvió. Esos animales nos encerraron en un almacén helado. Vi a Bernardo, su padre biológico, sonriendo mientras sostenía el cuchillo sobre mi Isabel. El grito de Rodrigo. Mi propio grito. El olor a sangre mezclado con tierra húmeda. ¿Cómo podía ser tan egoísta? La criamos como a una reina. Le dimos un amor que creí incondicional, un amor nacido de la culpa por perder a mi primera hija. Y para ella éramos solo un banco, un recurso inagotable. "Claro que sí, mi amor" , dije, mi voz extrañamente tranquila. Vi el destello de triunfo en sus ojos. Me levanté de la cama, mi mente trabajando a toda velocidad. El plan ya se estaba formando, frío y afilado. "Prepara una lista de lo que crees que necesitan" , le dije, "Yo me encargo de que tengan todo. Absolutamente todo lo que se merecen." Esta vez, no seremos las víctimas. Esta vez, yo seré la depredadora.