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El frío mármol del suelo me trajo de vuelta a la vida, un dolor sordo en el pecho, el único recuerdo de mi muerte. Había vuelto al día que lo cambió todo, a la Hacienda Valente, pero todo se sentía ajeno. Mi mente era un torbellino de sangre y traición: Ricardo, mi prometido, apuñalándome; Isabella, mi hermana adoptiva, con su falsa angustia; y mis propios padres, observando con fría indiferencia. Todo por ambición. Mi sacrificio como charra heroína, protegiendo a la Primera Dama de un toro furioso, no fue suficiente para ellos. Mientras yo luchaba por recuperarme, Isabella, a quien crié como mi propia sangre, usó mi nombre, mis caballos, mis trajes, para robar mi fama con la ayuda de mis padres. Luego sedujo a Ricardo, convenciéndolo de que yo quedaría lisiada y que ella era la mujer fuerte que necesitaba. El día que me recuperé, los encontré anunciando su compromiso. Mis padres sonreían, orgullosos de su "nueva y mejorada" hija. Cuando intenté exponer la verdad, me llamaron loca, celosa. En su boda, interrumpí la ceremonia, pero Isabella fingió un suicidio. Al intentar salvarla, Ricardo apareció. Viéndola "en peligro" por mi culpa, sacó la navaja ornamental de su traje de charro. "¡Arruinaste mi felicidad!", gritó, y me la clavó en el pecho. Morí en el salón de fiestas, con mis padres apartando la mirada. Pero ahora... ahora había vuelto. En mi cuarto. El mismo día del incidente con el toro. Escuché el bramido del toro, un grito agudo. No era el de la Primera Dama. Era el de Isabella. Mis padres la habían empujado a tomar mi lugar. Una sonrisa amarga se dibujó en mi rostro. Me levanté. La Sofía de dieciocho años me devolvió la mirada, con ojos que ya no tenían inocencia, sino la frialdad del acero y la sabiduría de una muerte dolorosa. Esta vez, no habría sacrificio inútil. No. Esta vez, habría justicia. Isabella, Ricardo, papá, mamá... Me quitaron todo. Me usaron, me desecharon, me mataron. He vuelto del infierno. Y les voy a hacer pagar. A todos y cada uno.