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El aire vibraba, no solo por las cuerdas de mi guitarra, sino por la tensión. Justo cuando mis dedos se posaron para tocar la pieza cumbre de mi vida, la puerta se abrió de golpe. Era Mateo, mi primo, grabando con su celular, acompañado de Sofía y Camila, mis supuestas "mejores amigas", riendo nerviosamente. "Música de viejitos", se burló, "deberías hacer algo que venda". Mi abuela me enseñó esa música, era mi legado, mi sueño de tocar con ella en Bellas Artes. Pero ellos se rieron, se burlaron de mi pasión y me dejaron solo en mi estudio. No fue solo la interrupción, sino el desprecio, la burla hacia algo tan sagrado. ¿Por qué mis amigos, mi propia familia, harían algo así? ¿Por qué me traicionarían tan cruelmente por la popularidad barata? Entonces, Mateo me empujó, y mi cabeza impactó contra el concreto helado al borde de la piscina. Desperté en un hospital, y la ira incontrolable me consumió. Mi sueño, mi vida, todo estaba en peligro por su envidia. En ese momento, juré que nadie más me haría daño, y que borraría todo rastro de ellos de mi existencia.