/0/17517/coverbig.jpg?v=cea79b60f4513d5d89de6a1862e974af)
Mi suegra, Isabella, me abrazó con fuerza mientras yo le confesaba que había visto a mi esposo, Máximo, con otra mujer. Su rostro perfecto se empañó y me reveló que mi suegro, León, también tenía una amante. El matrimonio de Isa y León, el ejemplo de amor de la alta sociedad bogotana por 35 años, era una farsa. Mi propio cuento de hadas con Máximo, el heredero de un imperio, se desmoronaba. Entonces nos enteramos de la humillación máxima: nuestros esposos planeaban presentarlas en la gala benéfica de los Valderrama. No era solo infidelidad, era una traición pública, un desprecio rotundo a nuestra existencia. La mujer de Máximo no era una simple amante; la llamaban "la jefa". Sentí el suelo desaparecer bajo mis pies: ¿Éramos solo adornos para exhibir? ¿Por qué nos harían esto, después de años de lealtad y amor, tratándonos como si no valiéramos nada? Pero Isa me miró con furia fría y declaró: "Los hombres infieles no merecen nuestras lágrimas, Nora. Merecen nuestra ausencia". Así fue como decidimos morir, al menos a los ojos de ellos, para renacer en una libertad que jamás imaginamos.