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El hedor a diésel quemado y a desinfectante barato me golpeó como una pared. Mis ojos se abrieron de golpe, enfocando la mugrienta ventana del autobús. Había tomado este viaje a Guadalajara con la ingenua idea de "experimentar la vida real" y ahorrar unos pesos. Pero este mismo boleto, este mismo asiento, me llevaron a la muerte. El recuerdo era una película de terror grabada a fuego en mi cerebro: la sonrisa desdentada de la anciana, el frío del éter, la oscuridad interminable de esa cabaña en las montañas de Oaxaca. Morí allí, sola y rota, víctima de un secuestro brutal. Pero ahora, milagrosamente, estaba viva. Estaba de nuevo aquí, en el mismo asiento, en el mismo día, como si el tiempo se hubiera rebobinado. Una segunda oportunidad... pero una oportunidad para qué. ¿Volvería a caer en la trampa? ¿Sería de nuevo la presa? No. No otra vez. Mi nombre es Luciana Castillo, y esta vez, mi destino no sería el mismo. Me levanté bruscamente. "Quiero cambiar mi boleto," le dije a la mujer. "Deme el mejor asiento que tenga. Primera clase, con compartimento privado. No me importa el precio." La partida había cambiado.