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El olor a cera quemada y el llanto débil de mi hijo Leo me arrancaron de una pesadilla: mi suegra Soledad, con una veladora encendida, intentaba "curar" la ictericia de mi bebé peligrosamente cerca de su rostro. En mi vida pasada, esta misma superstición había asfixiado a Leo. Esta vez, no lo permitiría. Apagué la vela, el ardor en mi mano era nada comparado con el horror de ver morir a mi hijo de nuevo. Mi grito de "¡Vas a matar a mi hijo!" fue respondido con insultos y la llegada de mi esposo Máximo, quien, ciego de obediencia, me acusó de irrespetuosa. Ellos creyeron que, siendo huérfana, me sometería a sus locuras, y que mi dolor por la quemadura me haría ceder. Pero lo que no sabían es que no soy la Luciana sumisa de antes. Esta es mi segunda oportunidad, y esta vez, mi bebé y yo sobreviviríamos a su ignorancia a cualquier costo. Mi venganza estaba a punto de comenzar.