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El aroma a café y el caos de la cafetería eran mi día a día, un engranaje más en la hora pico de "El Tinte de la Séptima". Pero de repente, los colores se apagaron, una niebla gris me envolvió y la oscuridad me tragó por completo. Me desplomé, mi mundo se hizo añicos. Mi vida se convirtió en una carga, una sombra que se movía a tientas por un mundo que ya no podía ver. Los años pasaron en la oscuridad, despojándome de mi carrera, de mi sueño, de casi todo. Veinte años después, cuando ya era masajista y mis manos reemplazaban mis ojos, escuché a dos voces familiares en mi sala de espera. Eran clientes de aquel día fatídico. "La ceguera no fue un accidente, primo. Yo me encargué de ello. Necesitaba una distracción, y un barista ciego era la distracción perfecta." No fue un accidente. Fui envenenado, mi vida arruinada, solo para que alguien pudiera hacer trampa en un examen, y el culpable se burlaba de mi inutilidad. Quise gritar, pero el shock me paralizó. Y entonces, el dolor helado en mi espalda. Una, dos, tres veces. Caí al suelo. Y desperté. El aroma a café y el pánico llenaban el aire. Podía ver. "Patrick, ¡dos lattes y un americano para la mesa cuatro!", gritó mi jefe. Era el mismo día, veinte años atrás. Faltaban diez minutos para que me quedara ciego. Esta vez, no sería la víctima. Sería el cazador.