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Mi cuaderno de bocetos era el silencioso testigo de un matrimonio que se desmoronaba, cada mancha de tinta negra un registro amargo de las traiciones de Mateo. Mi esposo, el torero a quien un día amé, vivía obsesionado con Isabella de la Fuente, su capricho adolescente. Lo presencié una y otra vez: en nuestra propia casa, llena de sus fotos, en su desinterés por mí, y en el desplome de un balcón, donde me dejó caer herida para protegerla a ella. Pero la traición definitiva llegó en un hospital, el día de mi accidente. Allí, en mi lecho, me enteré de dos verdades devastadoras: estaba embarazada y necesitaba una transfusión urgente. La vida de nuestro bebé dependía de una donación crucial, pero había un problema: Mateo ya había ordenado que toda la sangre compatible fuera exclusiva para Isabella. ¿La razón? Su cirugía estética. Mi propio marido, el padre de mi hijo, condenó a nuestro pequeño por la vanidad de otra mujer. Sentí cómo se me desgarraba el alma mientras la vida de nuestro no nato se escapaba, víctima de su cruel indiferencia. Esa fue la última gota, el punto sin retorno. Con el corazón hecho pedazos, manché por última vez mi cuaderno, cubriéndolo completamente de negro. Firmé los papeles de divorcio, enterrando mi amor y mi dolor al mismo tiempo. Y así, sin más, desaparecí de Sevilla, lista para forjar mi propio destino y renacer de las cenizas de un amor que casi me consume por completo.