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Mi matrimonio de seis años con Mateo era una cárcel helada. Él, siempre de espaldas, yo anhelando un amor que nunca llegó. Para el mundo, éramos la pareja perfecta; para mí, una soledad insoportable. Una noche, esa farsa se desmoronó. Lo encontré en la capilla privada, no rezando, sino besando febrilmente el retrato bizantino de su prima, Isabel. Susurró: "Isabel... mi santa, mi pecado". No me negaba su cuerpo por pureza, sino porque su obsesión era ella. ¡Mi marido era un hipócrita! Pero lo peor estaba por llegar. Isabel, la musa de su locura, no era menos cruel. Humillaciones públicas en la Feria, mi obra maestra artística destrozada a cuchillo. Y él, ¿qué hizo? La protegió. En el hospital, después de que Isabel me agrediera, ¡Mateo autorizó un injerto de mi propia piel para cubrir un rasguño de ella! Y más tarde, al elegir salvarla a ella en una explosión, mi amor, herido desde hace tiempo, finalmente murió. ¿Cómo pude amar a un monstruo así? ¿Qué hice para merecer este desprecio, este abandono total? Me sentía un objeto, despojada de mi dignidad y hasta de mi cuerpo. La rabia, fría y pura, era lo único vivo que quedaba en mí. Basta. Un amor así no me merece. Con el corazón hecho pedazos y la piel marcada, tomé una decisión: lo dejaría, buscaría mi libertad lejos de la jaula dorada y de las mentiras. Encontraría mi propia felicidad, una que no dependiera de la aprobación de nadie. Este infierno, para mí, acababa de terminar.