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El día de mi trigésimo cumpleaños, mi hermano Mateo me regaló un reloj suizo costosísimo, el símbolo de su aprecio. Su novia, una chica llamada Carla, me envió mensajes de texto llenos de veneno, llamándome "vieja zorra" y exigiéndome que le devolviera "su" regalo. Cuando le pedí explicaciones a Mateo, él la defendió ciegamente, justificando sus ataques como "pruebas de amor posesivo" e insinuando que yo, sin experiencia en "relaciones serias", era quien no entendía. Luego, en un acto de pura humillación, Carla vandalizó mi coche, y peor aún, irrumpió en mi oficina frente a mis clientes más importantes, montando un escándalo vergonzoso. Para colmo, Mateo, el hermano que había criado, me empujó con fuerza, hiriéndome, todo para proteger a esa mujer. Mis padres, al enterarse de la verdad y de la ingratitud de Mateo, le revelaron a una Carla estupefacta todas las inversiones y sacrificios financieros que había hecho por él a lo largo de los años. Pero la humillación no terminó ahí; Carla, sedienta de más daño, lanzó una campaña de difamación en línea, publicando mentiras aberrantes sobre mí y mi carrera, hundiéndome en un torbellino de odio público. ¿Cómo podía la persona a la que más había amado y apoyado volverme la espalda de esa manera? ¿Y qué clase de desquiciada era esa mujer que intentaba destruir mi reputación sin una pizca de remordimiento? En ese momento, decidí que ya no sería una víctima; era hora de contraatacar, de usar cada recurso a mi disposición para desmantelar sus mentiras y recuperar mi vida.