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El olor a chile tostado era el aroma de mi única alegría, el mole de mi madre, la receta que me dejó antes de morir. Ese mismo aroma llenó mis pulmones justo antes de que los pitbulls de mi abuelo me desgarraran la garganta en una bodega de tequila abandonada. Pero estoy de vuelta, y acabo de ganar el gran premio de un festival gastronómico con la misma receta, un contrato que cambiará mi vida. Mi hermano, Mateo, se acercó, la codicia brillando en sus ojos mientras yo sujetaba el sobre. "Felicidades, hermanita. Ahora podremos pagar las medicinas de la abuela y mis estudios," dijo, pero yo sabía que sus palabras eran una trampa. Intenté negar la victoria, pero por la noche, él me siguió hasta un callejón y, tras un forcejeo brutal, rompió el contrato. Mi familia llegó, y la abuela, con lágrimas de cocodrilo, y el abuelo, con furia alcoholizada, me acusaron de "tener una crisis" y de estar "confundida". Los vecinos asomándose y la policía que llegó no vieron mi desesperación, solo a una familia "intentando controlar" a su hija "histérica". Me abofetearon, me patearon, me llamaron "plaga" y "maldición", mientras mi abuela observaba impasible. ¿Cómo iba a saber que la pesadilla que viví en mi primera vida regresaría así, amplificada por su crueldad y la ceguera de un sistema que no me creería? Esta vez, no me quedarían en esa prisión. El dolor no me paralizó; me dio claridad. Decidí que buscaría la verdad que me mató una vez, y esta vez, sobreviviría para revelarla.