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Una historia de secretos, pasiones prohibidas y una lucha por lo que más importa. Beatriz Sosa ha vivido toda su vida en las sombras, luchando por mantener a su hermano enfermo a salvo y garantizar la supervivencia de su madre. Trabaja sin descanso en el mundo subterráneo de la élite de Villa Esperanza, donde los ricos se sienten dueños de todo, incluso de las almas ajenas. Sin embargo, cuando su vida toca fondo, una oferta tentadora llega de la mano de Eduardo Moura, el arrogante heredero de la poderosa familia Moura. Él no la ve como una sirvienta, sino como una herramienta. Una pieza clave en su intrincado juego de poder y traiciones. Eduardo, dueño de un imperio familiar y un futuro marcado por la riqueza, le ofrece una oportunidad única: ser sus ojos y oídos en la mansión, convertirse en su confidente secreta a cambio de lo que más necesita Beatriz: dinero, medicina, y protección para su hermano. Un precio alto, sin duda. Pero lo que no sabe es que esta oferta podría destruir lo que queda de su dignidad. Entre pasillos lujosos, secretos oscuros y un amor que desafía todas las reglas, Beatriz deberá decidir hasta dónde está dispuesta a llegar. ¿Hasta qué punto puede arriesgar su corazón y su alma por un futuro mejor? En una historia de clases, ambiciones y una pasión que no conoce fronteras, Beatriz y Eduardo se verán atrapados en un torbellino de emociones, decisiones imposibles y una atracción que podría cambiarlo todo. La chica invisible y el millonario es una novela que desafía los límites del amor y la traición, donde cada paso podría ser el último, y el precio del amor es más alto de lo que ambos jamás imaginaron.
La noche caía pesada sobre Lisboa, envolviendo las callejuelas en un manto de humedad y penumbra. Los adoquines resbalaban bajo los pies descalzos de Beatriz Silva, mientras corría, esquivando sombras, apretando con fuerza el pequeño pañuelo que su hermano menor había dejado empapado de sudor.
La tos del niño todavía resonaba en sus oídos, áspera, quebrada, como una advertencia desesperada. No había tiempo que perder. No podía esperar a la mañana, no cuando Tomás se agitaba en la cama, ardiendo de fiebre.
La única esperanza era su madre. Y su madre estaba trabajando esa noche en la gran mansión Moura, al otro lado del barrio alto, donde los faroles parecían más preocupados por iluminar los muros dorados de los ricos que los pasos urgentes de los pobres.
Beatriz sabía que no debía acercarse. "Nunca cruces sola los portones", le había advertido su madre una y otra vez. Los Moura no toleraban interrupciones, mucho menos visitas no invitadas de los callejones bajos.
Pero el miedo por su hermano era más fuerte que cualquier norma.
Cuando llegó frente a los altos portones de hierro forjado, su corazón golpeaba como un tambor en su pecho. No podía entrar por la entrada principal. La luz de las lámparas, los murmullos elegantes que flotaban desde el interior, todo era un recordatorio de que ella no pertenecía a ese mundo.
Buscó el pequeño pasadizo por donde, a veces, los sirvientes salían a fumar a escondidas. Un rincón olvidado en un muro de piedra antigua. Trepó como pudo, rasgándose la falda gastada, y cayó al otro lado en un jardín silencioso, perfumado de jazmines.
Avanzó agachada, el corazón en la garganta, siguiendo los corredores laterales hasta llegar a la puerta trasera de la servidumbre. No debía tardar. Solo encontraría a su madre, le suplicaría que volviera con ella.
Solo eso. Sin ser vista.
Pero el destino, esa noche, tenía otros planes.
Al girar en un pasillo oscuro, tropezó de lleno contra alguien.
-¡¿Qué demonios...?! -gruñó una voz masculina, antes de atraparla por los brazos.
Beatriz alzó la vista, jadeando. Frente a ella, iluminado apenas por la luz de una lámpara de pared, estaba un joven de cabello oscuro desordenado y ojos intensos, con una chaqueta desabrochada y una sonrisa torcida que no prometía nada bueno.
Era Eduardo Moura.
Y ella acababa de interrumpirlo en el peor momento posible.
Detrás de él, una joven sirvienta temblaba, con los ojos grandes y asustados. La escena era clara como el agua: Beatriz había irrumpido en algo que no debía ver.
-¿Quién eres tú? -exigió Eduardo, sus dedos clavándose en sus brazos. Sus ojos la recorrieron de arriba abajo, deteniéndose en su ropa gastada, en sus manos sucias, en su respiración temblorosa.
Beatriz quiso hablar, pero las palabras se atoraron en su garganta. Se debatió, aterrada, consciente de que una sola acusación podía condenarla no solo a ella, sino también a su madre.
-Suélteme -consiguió decir al fin, con una voz que no sonaba como la suya.
Por un instante, algo destelló en los ojos de Eduardo. Algo entre curiosidad y desafío.
La soltó de golpe, como si su pobreza fuera contagiosa, pero no dio un solo paso atrás.
-¿Qué haces aquí? -preguntó, su voz ahora más baja, más peligrosa.
Beatriz tragó saliva. No podía delatar a la sirvienta. No podía admitir que había irrumpido en la propiedad.
Así que mintió.
-Busco a... a mi madre. -Su voz tembló. Y añadió, rogando con los ojos-: Por favor.
Eduardo ladeó la cabeza, evaluándola, como un gato que juega con un ratón.
En ese momento, una voz femenina, elegante y seca, se oyó desde el fondo del corredor.
-¿Eduardo? ¿Qué sucede aquí?
Beatriz sintió el frío de la verdadera amenaza recorrerle la espalda.
La señora Moura.
Si la descubrían, no solo la despedirían. Podrían acusarla de robo. O algo peor.
Eduardo la miró una última vez, sus ojos brillando de diversión... y de algo más, algo que ni él mismo parecía entender.
Entonces, con un gesto rápido, la jaló hacia una puerta lateral y la empujó dentro de una habitación oscura, cerrándola tras ella justo antes de que la señora Moura doblara la esquina.
Beatriz, atrapada en la penumbra, apoyó la frente contra la puerta, temblando, mientras escuchaba el murmullo lejano de voces y pasos.
Había cruzado una línea invisible esa noche.
Y algo le decía que ya no habría vuelta atrás.
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