La luz no entraba bien. Enzo odiaba los reflejos en la pantalla cuando grababa. Las cortinas gruesas, que él mandó instalar "para mejorar la estética de los videos", también sofocaban el aire. Como si la casa estuviera conteniendo la respiración conmigo. El aire acondicionado zumbaba en la esquina de la sala, aunque la temperatura fuera templada. Era otro de sus caprichos: mantener el ambiente "profesional" todo el tiempo.
- ¿Todavía no pusiste la mesa? - preguntó, sin levantar los ojos del celular.
Ya sabía que no era una pregunta.
- Ya voy - respondí, y el tono de mi voz sonó más bajo de lo que quería.
En el fondo, la culpa ni siquiera era de la mesa puesta. Era porque había dormido mal. Porque las cifras del último video habían bajado. Porque alguien en los comentarios dijo que yo parecía "triste" en la última grabación.
- La gente lo nota, Allegra - dijo ayer, después de revisar el contenido conmigo. - Tienes que sonreír más. Ser más ligera. Tú eras así al principio.
Me pregunté si de verdad yo era así al principio o si solo intentaba ser lo que él quería. Creo que, en el fondo, quería agradar. Quería encajar en algún sitio. Y, por un tiempo, encajar en él parecía suficiente.
Puse los platos en la encimera blanca de la cocina, como a él le gustaba: simétricos, sin cubiertos torcidos. El silencio entre nosotros era afilado, y aun así él grababa stories. Sonreía al celular como si estuviéramos de luna de miel.
- Buenos días, mis amores. Allegra está aquí preparando nuestro brunch de sábado, como siempre. Esta mujer es un espectáculo, ¿verdad?
Me di la vuelta. No por vergüenza. Sino porque no quería ver la forma en que él moldeaba nuestra vida.
Fui al armario, saqué el pan, el aceite de oliva, los embutidos. Hice todo en automático. Mientras tanto, afuera, alguien ponía música desde un coche. Reconocí el sonido: Volare. Tan cliché como nostálgico. Cerré los ojos por un segundo y deseé estar en otro lugar. O ser otra cosa.
Por un instante, me vi otra vez en la universidad, entrando al taller con los dedos manchados de pintura, cargando mi cuaderno lleno de garabatos torcidos. En aquella época, yo era desordenada. Intensa. Sincera. Y, sobre todo, mía. Enzo decía que yo brillaba, que tenía alma de artista. Pero después vinieron las "sugerencias". Primero para cambiar de estilo, luego para publicar menos mis dibujos. Hasta que llegó la sugerencia final:
- ¿Por qué no dejas el curso? Con tanto trabajo con las marcas, se te va a hacer pesado.
Traducción: él ya no quería eso. Y yo obedecí. Por amor, me repetía. Pero hoy, me parecía más bien por miedo. Miedo de perderlo, de quedarme sola, de no ser suficiente.
- ¿Vas a salir hoy? - pregunté, sin mirarlo.
- No sé. Hay un evento de una marca, pero todavía estoy viendo si vale la pena aparecer.
Traducción: si van los fotógrafos correctos, irá. Si no, tal vez se quede aquí. Tal vez comente sobre mi cabello. Sobre mi ropa. Tal vez diga que parezco una "versión opaca" de mí misma.
Puse la última servilleta sobre la mesa y respiré hondo. Me temblaban las manos, pero apenas. Como al principio, cuando él todavía pedía perdón después de las palabras duras. Ahora ya no pedía. Y yo tampoco temblaba tanto.
Miré alrededor: el apartamento con vistas al mar, el suelo de mármol blanco, las plantas artificiales que él decía que eran "neutras". No había nada nuestro allí. Solo de él. De él y de sus seguidores.
Me senté al borde del sofá, sosteniendo la taza de café que se enfriaba rápido. El sabor era demasiado amargo, incluso con azúcar. Tal vez me había acostumbrado a lo amargo.
Afuera, una señora regaba las plantas en su balcón, sonriendo al gato que ronroneaba en la barandilla. Vi a dos adolescentes riendo y compartiendo auriculares. Y por un segundo, todo eso me pareció más real que mi propia vida.
Pero lo que nadie veía - ni él - era que yo ya me estaba yendo desde hacía semanas. Un milímetro por día. Una elección silenciosa. Una mirada menos. Un deseo contenido. Una parte de mí recogida.
Todavía estaba allí. Pero ya era casi otra.
Y tal vez... tal vez eso era lo único que me quedaba.
Un día a la vez. Hasta tener el valor de irme de verdad.