Apagó el motor y permaneció dentro del coche unos segundos, observando la estructura de la casa con una mezcla de reverencia y temor. El tiempo no había sido amable con ella. Los marcos blancos de las ventanas estaban descascarados, la madera del porche empezaba a pudrirse en las esquinas y el jardín - antaño florido y vibrante - era ahora un tapiz de malas hierbas, ramas secas y hojas muertas. Aun así, había algo allí... algo que la llamaba de regreso. Un lazo invisible, casi ancestral, que se extendía desde su infancia hasta ese momento exacto.
Respiró hondo. Sintió el aire frío de Yorkshire entrar en sus pulmones como un puñetazo. Había olvidado ese olor: a tierra mojada, a viento húmedo, a cosas antiguas. Y, sutilmente, casi como un susurro en el aire, el perfume de lavanda que siempre había estado ligado al recuerdo de la tía Vivienne.
Bajó del coche con un escalofrío. El abrigo de lana no era suficiente para contener el frío que parecía venir de dentro de ella. Llevaba una maleta pequeña y un bolso de cuero con lo esencial. El resto del equipaje llegaría después - si es que se quedaba el tiempo suficiente para necesitar más.
El portón chirrió al empujarlo, y el sonido cortó el silencio de la aldea como una cuchilla. Caminó por el jardín con pasos vacilantes, esquivando raíces salientes y ramas partidas. Se detuvo ante la puerta principal y sacó del bolsillo el manojo de llaves que le había entregado el abogado, junto con el sobre marrón que contenía los documentos de la herencia de la casa de verano... y una carta de la tía, con instrucciones sobre la propiedad.
La llave giró en la cerradura con resistencia, como si la casa se opusiera a dejarla entrar. Pero al final cedió. Cuando la puerta se abrió, un olor denso se escapó: madera vieja, polvo... y lavanda. Eleanor se quedó inmóvil en el umbral, como si atravesar esa puerta fuera cruzar un límite. Sabía que la casa estaba vacía, pero sentía - con una certeza que no sabía explicar - que no estaba sola.
Entró.
El interior estaba sumido en sombras. Las cortinas pesadas filtraban la escasa luz del atardecer, creando formas distorsionadas en las paredes. El aire era frío y quieto. La electricidad, como era de esperar, no funcionaba. La casa estaba intacta, pero congelada en el tiempo, como si hubiese contenido el último aliento de la tía Vivienne y nunca más lo hubiera soltado.
En la sala de estar, todo permanecía tal como lo recordaba. El sillón con el tapizado desvaído frente a la chimenea, los libros antiguos ordenados con esmero en las estanterías, el reloj de péndulo marcando las tres y cuarto. Una hora inmóvil, suspendida, como si el tiempo allí dentro obedeciera otras leyes.
Se sentó con cuidado en el sofá. El tapizado crujió bajo su peso. Pasó las manos por sus rodillas, mirando alrededor con los ojos llenos de lágrimas. El silencio era profundo, pero no absoluto. La casa hablaba. En los chasquidos de la madera, en el murmullo del viento que se colaba por las ventanas mal selladas, en el leve crujido de la escalera al fondo. La casa estaba viva... y esperando.
- Estoy aquí - dijo en voz baja, como quien responde a un llamado.
Afuera, el cielo empezaba a oscurecer. La primera llovizna caía en velos finos sobre el campo, cubriéndolo todo con un manto melancólico.
Y, a lo lejos, bajo la sombra de los árboles retorcidos, un hombre observaba la casa. Permaneció quieto unos segundos, los ojos fijos en la ventana del segundo piso. Luego, sin hacer ruido, se dio la vuelta y desapareció colina abajo.