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El teléfono sonó, un grido ensordecedor que destrozó la tensa calma de mi sala. Era el secuestrador de mi hijo Miguel, de ocho años, y lo primero que exigió fue el dinero del rescate, la tal "lana" . Mi corazón se desplomó cuando mi esposo, Ricardo, me confesó que había vaciado nuestras cuentas. Todo lo había transferido a "Estrellita" , su amante, para una supuesta cirugía de vida o muerte para su "hijo" Mateo. Mi esposo había usado el rescate de nuestro hijo para salvar al hijo supuestamente enfermo de su amante. La traición me golpeó como un rayo. Con el alma destrozada y una frialdad que no sabía que poseía, tomé una decisión impensable. Llamé al "secuestrador" y, mirando a Ricardo a los ojos, le dije: "Ya no vamos a pagar." Luego, en una jugada maestra, involucré a "Estrellita" y a su "hijo" en la farsa del secuestro. Quería que Ricardo sintiera la misma agonía, la misma elección imposible que él me había impuesto. El "secuestrador" le obligó a elegir: ¿Miguel o Mateo? El secuestrador, con una crueldad sádica, forzó a Ricardo a elegir a cuál de sus hijos salvaría. Esperé, conteniendo la respiración mientras mi vida se desmoronaba. Y entonces, Ricardo pronunció el nombre.