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El olor a plástico quemado y carne chamuscada me llenaba la garganta, un recuerdo que ni la muerte había podido borrar. Sentía el fuego devorándome, pero el dolor más profundo era el de la traición que ardía en mi pecho. Mi prima Camila, con una sonrisa de triunfo, se inclinó sobre mí en la cama del hospital. "Pobre Sofía", susurró, "toda tu vida lo tuviste todo, mientras yo no tenía nada." Su aliento olía a victoria. "Pero ahora", continuó, "todo lo tuyo será mío." Vi en sus ojos la envidia y la codicia que la llevaron a prenderle fuego a mi casa, matando a mis padres y dejándome en este infierno. "Adiós, primita." La máquina emitió un pitido largo y agudo, y la oscuridad me tragó. Pero en lugar del vacío, sentí la suavidad de mis sábanas. Abrí los ojos: estaba en mi habitación, intacta. Busqué mi teléfono, y la fecha me dejó sin aliento: era un año antes del incendio. Un día antes del día en que todo comenzó. Había vuelto. El destino me había dado una segunda oportunidad. Y esta vez, no la iba a desperdiciar. Con una rabia helada y una determinación absoluta, juré proteger a mi familia a cualquier costo. Justo entonces, el teléfono de la casa comenzó a sonar, como un eco del monitor del hospital. Sabía quién llamaba. Sabía qué noticias traían.