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Durante cinco años, fui la "educadora" de Alejandro Vargas, el magnate tecnológico. Me encantaba que se arrodillara a mis pies, un secreto perverso que nadie entendía. Pero en la gala benéfica anual, todo cambió. Él, el hombre al que creía tener perfectamente entrenado, me humilló públicamente, usando el collar de esmeraldas de mi abuela -el último lazo tangible con mi familia- para pedirle matrimonio a su joven y ambiciosa asistente, Camila Rojas. La traición me aplastó. No solo me descartó, sino que lo hizo usando el símbolo más sagrado de mi pasado para coronar a mi reemplazo. Luego, con una frialdad que helaba la sangre, me ofreció ser su amante, su "perra faldera a tiempo parcial". La humillación en la gala fue la gota que derramó el vaso. Ver el collar de mi abuela en el cuello de Camila fue una profanación. Me había convertido en un simple objeto, en un juguete aburrido reemplazado por un modelo más nuevo. Me llevó apenas unas horas descubrir la verdadera magnitud del cinismo de Alejandro. Él había orquestado todo, incluso grabándome para chantajearme y obligarme a regresar a esta cruel simulación. ¿Y ahora qué? ¿Ceder ante la humillación o luchar por lo poco que me quedaba? La respuesta era clara: "No, Alejandro. Se acabó el juego. Se acabó el adiestramiento. Voy a recuperar mi nombre, mi carrera, mi vida."