/0/17953/coverbig.jpg?v=20250707162429)
En la víspera de mi vigésimo octavo cumpleaños, el hombre con el que compartía mi vida, Mateo, volvió a humillarme. Él estaba ocupado en Madrid, como de costumbre, mientras una noticia devastadora golpeaba mi vida sin piedad. Recibí el diagnóstico: un glioblastoma en etapa avanzada, una sentencia de muerte. Esa misma noche, después de años de desdén, me enteré de que mi matrimonio era una farsa y mi esposo, el heredero de un imperio, tenía una aventura con su ex amor. Mi propio padre me había vendido a este hombre, y él solo me quería por mi herencia, mientras me trataba con desprecio. La indiferencia de Mateo ante mi sufrimiento era una tortura, mientras yo cargaba sola con el peso de una enfermedad terminal y un matrimonio sin amor. Para él, yo solo era un problema, una esposa aburrida de la que estaba ansioso por librarse, mientras que yo le había dado todo. ¿Cómo pude haber sido tan ciega, tan sumisa, tan ingenua para creer que algún día me amaría? No había vuelta atrás, mi decisión estaba tomada: pediría el divorcio para luchar por mi vida en silencio, lejos de él.