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El teléfono sonó, rompiendo la paz de la bodega, y la voz temblorosa de mi padre anunció una tragedia: "Carmen ha muerto en un accidente". Lloré por ella durante cincuenta años, convencido de que mi gran amor había perecido justo antes de nuestra boda. Pero en mi lecho de muerte, la verdad me golpeó sin piedad: un investigador privado me entregó fotos de una Carmen anciana, feliz y rodeada de hijos en Argentina, junto a Mateo, el capataz de mis viñedos. Habían vivido una vida de lujo con el dinero que yo, ciego de dolor, les había enviado tras su "muerte", todo financiando la farsa. Fui un tonto, un anciano rico que derrochó su vida en luto por una traición monumental, me arrancaron no solo mi fortuna, sino mi felicidad, mi futuro. Pero entonces, mis ojos se abrieron de nuevo, y me encontré de vuelta en el día exacto de la traición, con la llamada aún resonando en mis oídos. Esta vez, no habrá lágrimas, solo venganza.