/0/17287/coverbig.jpg?v=20250625150143)
La furgoneta me dejó tirada en una nube de polvo, mi cuerpo temblaba, mi traje de flamenca hecho jirones. Ni el dolor de las piedras ni el calor sofocante podían apagar el vacío inmenso dentro de mí. Un Mercedes negro se detuvo y, para mi horror silencioso, Mateo, mi hermanastro, me recibió con desprecio, regañándome por mi "aspecto vergonzoso" que dañaba el "orgullo familiar". Mientras me arrastraban de vuelta a la mansión, una jaula dorada, recordé las risas de mis secuestradores: "Tu hermanito no tiene prisa por pagar... 400.000 euros es mucho por una bailaora adoptada". Días después, mi padre adoptivo me entregó una vieja guitarra, la única herencia de mis padres biológicos, valuada en 400.000 euros: la misma cantidad exacta del rescate. Mateo lo sabía; él me había dejado pudrirme. La humillación culminó cuando mi hermanastro intentó arrebatarme mi último refugio: mi estudio de baile. En ese momento, una furia gélida encendió una decisión inquebrantable en mi pecho. Ya no era una víctima; era hora de huir y que el mundo supiera la verdad.