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En medio de la alegría forzada, mi padre anunció mi compromiso con Santiago. El salón resonaba con aplausos forzados, y yo, Isabela, la ingenua heredera, debía sonreír dulcemente. Pero la Isabela que murió no era la que había despertado. Un trago de aguardiente barato, la risa cruel de los sirvientes y el frío del suelo de piedra fueron el preludio de mi "muerte". Morí sola, abandonada, mientras Santiago bailaba y reía en la feria con Camila. La imagen de su traición, su indiferencia en mis últimos momentos, se grabó a fuego. Desde mi asiento, vi el desdén apenas oculto en los ojos de Santiago, la sonrisa victoriosa de Camila. Lo que antes fue un misterio, ahora era una verdad brutal. La inocente que fui no lo habría entendido, pero la mujer que soy ahora siente la profunda injusticia de cada mirada. Diez años de confusión se disolvieron. Esta vez, con la mente clara y el espíritu de revancha, no sería la marioneta. Cuando anunciaron el compromiso, no acepté mi destino: me puse de pie.