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A lo lejos, en la oscuridad de la noche, la vio: una mujer cruzando la calle. Su cabello, negro como la noche, ondeaba con el viento; su piel de porcelana resplandecía bajo la tenue luz, y llevaba una bata casi transparente que le llegaba hasta las rodillas, dejando entrever su ropa interior negra de encaje. Era como un ángel caído. Ese ángel estaba siendo perseguido por varios hombres que, a simple vista, parecían ebrios. Sin pensarlo demasiado, Alexander frenó la moto de forma brusca, interponiéndose entre ellos y la mujer. Se quitó el casco y se puso de pie, firme. -¿Qué está pasando aquí? -preguntó en voz alta. Los hombres no retrocedieron; por el contrario, dieron un paso hacia adelante. Instintivamente, la mujer se colocó tras su espalda, aferrándose a él. -No te metas, estamos hablando con la chica -gruñó uno de ellos. -¿Ah, sí? Porque no me lo pareció -replicó Alexander, con frialdad. -No seas entrometido, chico. No sabes nada -le reclamó otro, visiblemente alterado. -Ella es nuestra. No entiendes nada -añadió el primero. Sin más advertencias, Alexander sacó el arma que llevaba en la cintura, disparó un tiro al aire y luego apuntó directamente hacia ellos. -Ella está conmigo. Retrocedan.
El viento golpeaba su ropa mientras avanzaba a toda velocidad en su moto. Cada vez que montaba aquel vehículo, sentía que era libre, un sentimiento raro en su línea de trabajo.
A lo lejos, en la oscuridad de la noche, la vio: una mujer cruzando la calle.
Su cabello, negro como la noche, ondeaba con el viento; su piel de porcelana resplandecía bajo la tenue luz, y llevaba una bata casi transparente que le llegaba hasta las rodillas, dejando entrever su ropa interior negra de encaje. Era como un ángel caído.
Ese ángel estaba siendo perseguido por varios hombres que, a simple vista, parecían ebrios. Sin pensarlo demasiado, Alexander frenó la moto de forma brusca, interponiéndose entre ellos y la mujer. Se quitó el casco y se puso de pie, firme.
-¿Qué está pasando aquí? -preguntó en voz alta.
Los hombres no retrocedieron; por el contrario, dieron un paso hacia adelante. Instintivamente, la mujer se colocó tras su espalda, aferrándose a él.
-No te metas, estamos hablando con la chica -gruñó uno de ellos.
-¿Ah, sí? Porque no me lo pareció -replicó Alexander, con frialdad.
-No seas entrometido, chico. No sabes nada -le reclamó otro, visiblemente alterado.
-Ella es nuestra. No entiendes nada -añadió el primero.
Sin más advertencias, Alexander sacó el arma que llevaba en la cintura, disparó un tiro al aire y luego apuntó directamente hacia ellos.
-Ella está conmigo. Retrocedan.
El disparo y la firmeza de su voz lograron que los hombres salieran corriendo, tambaleándose.
Alexander guardó el arma y se giró hacia la mujer. Estaba muy pálida, al borde del colapso. Instintivamente, la sujetó por la cintura, atrayéndola contra su pecho.
Acercó una mano a su mejilla, inspeccionándola, buscando señales de drogas, alcohol o alguna herida visible. No encontró marcas externas.
-Gracias -susurró ella, casi en un hilo de voz, sin moverse ni un centímetro.
Los ojos esmeralda de Alexander la devoraban, mientras sus manos bronceadas contrastaban contra su piel de porcelana. Bajó la mirada a su coronilla; al apartar ligeramente su cabello, descubrió una herida que manchó su mano de sangre fresca.
Ambos quedaron en silencio.
-¿Quién te hizo esto? -preguntó Alexander, endureciendo la voz, mientras su cuerpo reaccionaba al tenerla tan cerca y tan vulnerable. No soportaba las injusticias.
-No... no lo recuerdo -murmuró ella, bajando la vista, avergonzada.
Alexander frunció el ceño. Pensó que tal vez estaba protegiendo a su agresor.
-¿Fue uno de esos hombres? -preguntó, volviendo la cabeza en dirección a donde habían huido, como arrepintiéndose de haberlos dejado ir.
-No... no lo sé -balbuceó ella, llevándose una mano temblorosa al rostro de Alexander, atrayéndolo hacia ella-. Desperté en un callejón. Me dolía mucho la cabeza. Traté de pedir ayuda, pero todos pensaban que estaba loca... y entonces esos hombres comenzaron a seguirme.
Alexander había escuchado de casos así: amnesia por trauma. Pero enfrentarlo de frente era distinto.
¿Amnesia? ¿Intento de homicidio? Era evidente que alguien había querido matarla y luego deshacerse de su cuerpo.
-¿Quieres que te lleve a un hospital... o a una estación de policía? -preguntó, con la voz más tranquila de lo que sentía.
Ella negó débilmente con la cabeza. Si había alguien que la quería muerta y ella no recordaba su identidad, lo peor sería exponerse.
-¿Quieres que llame a alguien? -insistió.
Pero ella no podía recordar su nombre, mucho menos a quién llamar.
Alexander notó cómo se tensaba cuando llegaron varias camionetas, de las cuales bajaron algunos de sus hombres. Al ver su nerviosismo, Alexander hizo un gesto para que regresaran a sus vehículos, sin acercarse.
-Yo... -murmuró ella, removiéndose incómoda en sus brazos, intentando buscar palabras que no encontraba.
-Soy comerciante, mi nombre es Alexander: me ocupo de importaciones y exportaciones. Le doy al cliente justo lo que pide, y ahora estamos en plena entrega para una fiesta -explicó Alexander, apoyando la voz en una calma medida.
Isabella alzó la mirada, sorprendida. Aquel hombre de sonrisa enigmática, guardián de su vida pocos minutos antes, resultaba ser un exitoso comerciante. Un pequeño estremecimiento la recorrió.
-Yo no quiero... lo siento -murmuró, intentando apartarse; su cuerpo, agotado y tembloroso, dudó.
Alexander frunció el ceño y, con gravedad protectora, la atrajo de nuevo a su torso.
-Si no quieres un hospital, conozco un lugar donde sanarán esa herida. Luego hablamos -dijo, firme.
Isabella respiró con dificultad, evaluando su miedo: sola, descalza, en un barrio solitario de madrugada. La imagen de los hombres ebrios cerniéndose sobre ella emergió en su mente, como un plan que nunca olvidaría.
-Está bien -aceptó al fin, sin aliento.
El comerciante la cubrió con su chaqueta de cuero, pesada y tibia, y le ajustó el casco. Con gesto suave, la guió hasta la moto.
-Sujeta mis brazos -indicó mientras aceleraba.
En el breve trayecto, Isabella sintió el latido de su corazón en cada curva. La cercanía de Alexander, su olor a cuero y gasolina despertó en ella una sensación confusa: seguridad y deseo mezclados.
Poco después, frenó ante una farmacia 24 horas. Allí, entre luces fluorescentes y el murmullo de máquinas médicas, Isabella sintió que el mundo giraba. Alexander sostuvo su mano mientras limpiaban la herida; su mirada reflejaba preocupación genuina.
Cada toque de la enfermera la hacía estallar en pequeñas punzadas de dolor, pero también la reconfortaba el tacto constante de Alexander, como un ancla.
Terminada la curación, la condujo a un café cercano. Eligió una mesa contra la pared para evitar miradas indiscretas. Isabella, aún en pijama, notó el juicio de los otros clientes; el rubor en sus mejillas no era solo por su ropa.
Un zumbido interrumpió el silencio: el teléfono de Alexander vibró. Con discreción, abrió la solapa de su saco y sacó el móvil del bolso de ella. En la pantalla, un solo nombre: Lancaster.
Un punzante dolor de cabeza la atravesó: ¿Lancaster? Algo resonaba en su memoria, pero quedaba lejos, inalcanzable.
-Estoy en camino... Sí, ya lo tengo. Todo listo; mis hombres descargan en quince minutos. Solo hubo un contratiempo leve -reportó Alexander, con profesionalismo.
Cortó la llamada y guardó el teléfono, frotando distraídamente la tela del pijama de Isabella.
-Quiero ayudarte -susurró-. No abandono a quien lo necesita, pero debo cumplir este encargo.
Isabella asintió, su pulso aún se resistía a la normalidad. Al posar la mano en la de él, sintió un escalofrío eléctrico.
Alexander, consciente de su silencio, propuso con firmeza:
-Acompáñame. Te quedarás en una de las camionetas mientras cobro el pago. Después resolvemos tu identidad: unas preguntas en aquel callejón bastarán.
Ella dudó, pero asintió al fin. El no dejó de mirarla con ojos que mezclaban ternura y urgencia.
La guiñó hasta una camioneta blindada aparcada a la salida. Dentro, Isabella se sintió diminuta: él rozaba los 1,90 m, ella no llegaba al metro sesenta. Con la excusa de revisar la herida, Alexander la atrajo a su regazo. Su pulso, al sentir el calor de sus piernas, se aceleró.
-Cuando lleguemos, nadie inspeccionará el auto. Quédate aquí -murmuró, y bajó del vehículo.
El silencio se instaló mientras todos descargaban cajas. Frente a una mansión de tres pisos, imponente y silenciosa, Alexander depositó un beso sobre la mano de Isabella antes de marcharse.
Un dolor de cabeza la obligó a cerrar los ojos. Algo en aquella casa vibraba con ecos de su pasado.
Sin pensarlo, se deslizó fuera de la camioneta y dio unos pasos. Una mano firme la detuvo.
-Señorita Isabella Lancaster, ¿qué hace aquí? -preguntó una criada, severa-. ¿Sabe cómo la hemos buscado? Su hermano está furioso... y está en bata.
El corazón de Isabella se hundió. Ahora conocía su nombre, pero no entendía por qué aquellos muros le eran tan ajenos y, al mismo tiempo, tan familiares.
Sin responder, la criada la condujo escaleras adentro. La puerta de una habitación se cerró tras ellas.
-Debo salir -insistió Isabella, conteniendo el pánico.
-No podrá -replicó otra criada-. Su hermano se casa hoy. Un escándalo tras la muerte de sus padres sería fatal para la familia.
Ese argumento la desarmó. Consintió a regañadientes y la peinaron y maquillaron con precisión de cirujano.
Un golpe seco en la puerta hizo que todos callaran.
Entró un hombre de porte aristocrático: cabello oscuro y ojos color café dorado.
-¿Por qué no me avisaron cuando despertó? -rugió, la voz cargada de reproche-. ¿Mis órdenes entran por un oído y salen por el otro?
-Señor Hunter, la señorita acaba de abrir los ojos -informó la criada con voz temblorosa.
-Déjenlos -ordenó él, conteniendo a la servidumbre.
La habitación se vació, dejando a Hunter y a Isabella solos bajo la luz mortecina.
Él avanzó, y sus brazos la envolvieron en un abrazo feroz.
-Pensé que estabas muerta. Me torturo culpándome: debí aumentar la vigilancia. Pero con mi próximo matrimonio con Vivian, mi mente estaba dispersa. ¿Puedes perdonarme? -su voz se quebró entre el remordimiento y el deseo.
Isabella, con la garganta seca, murmuró:
-Estoy bien ahora.
Hunter posó una mano en sus labios y bajó la frente hacia ella, embelesado. Isabella retrocedió bruscamente.
-¿Qué haces? ¿No estás a punto de casarte? -exclamó, la sorpresa y el horror en su mirada al reconocerlo como su hermano.
-¿Sigues enfadada? -preguntó él, resignado-. Ese matrimonio es solo un negocio. Vivian tiene el capital para salvar la empresa familiar.
Se inclinó, su aliento rozando su oído:
-Sabes el plan: envenenaremos el vino, eliminaremos a los guardias y tomaremos el control.
Isabella palideció.
-No tienes que casarte con él -continuó Hunter, con voz baja y peligrosa-. Y ese hombre jamás aceptaría a una esposa que no fuera virgen.
-¿De qué... hablas? -balbuceó ella, confundida.
-No finjas timidez -susurró él, implacable-. Yo fui tu primer amante. Nadie te reclamará de mis brazos.
Con un rápido gesto, Hunter empezó a abrir su bata para consumar su versión de la "redención".
Entonces, un tercer golpe resonó en la puerta.
-Señor Hunter, la señorita Vivian está aquí.
Isabella contuvo el aliento.
-¿Cuánto tiempo? -escupe Katherine, con los ojos llenos de odio. -No importa -susurra Alexander, con el rostro tenso. -Por supuesto que importa -Lya se pone de pie, con el labio partido temblando, el corazón desbocado, sin importarle que está desnuda-. Porque estoy embarazada. El silencio cae como un trueno en la habitación, haciendo que el aire se vuelva más pesado. Alexander la mira fijamente, frunciendo el ceño, incapaz de creerlo. Katherine jadea, como si le hubieran arrancado el aire de los pulmones. -¿Qué acabas de decir? -murmura él con un tono frío. Lya coloca una mano temblorosa sobre su vientre. Era ahora o nunca. -Voy a tener un hijo tuyo... y es un niño. Katherine se queda inmóvil. Ella y Alexander nunca habían podido concebir. Y ahora, la otra mujer, la amante, le había dado lo único que siempre había deseado. -No... eso no es posible -susurra Katherine, negando la realidad, relajándose visiblemente en los brazos de su esposo. Pero la verdad está justo frente a ella, y el veneno en su mirada se vuelve letal. -Si crees que te dejaré quedártelo... estás equivocada -la voz de Katherine es letal-. No tendrás nada. Lya mira a Alexander, buscando algo... cualquier cosa... pero él solo aparta la mirada. -Vístete y lárgate -fue lo único que dijo.
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