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Emma no tiene nada. Sobrevive en las calles con el peso de un embarazo no planeado y un futuro incierto. Nadie la ve, nadie se detiene... hasta que Helena Laurent, la CEO más poderosa del país, cruza su camino. Fría, implacable y acostumbrada a controlar el mundo a su antojo, Helena no es de las que actúan por caridad. Sin embargo, algo en la mirada de Emma la detiene. Lo que comienza como un simple acto de ayuda se convierte en un desafío para ambas. Emma, acostumbrada a la indiferencia del mundo, se resiste a depender de una mujer que representa todo lo que odia del poder. Helena, por su parte, no entiende por qué siente la necesidad de proteger a alguien tan vulnerable. Pero cuando los secretos de ambas comienzan a salir a la luz, descubren que el destino puede ser tan cruel como caprichoso... y que el amor, por más inesperado que sea, puede cambiarlo todo.
La lluvia caía con fuerza sobre la ciudad, golpeando el asfalto y creando charcos en las aceras. Emma caminaba con el abrigo raído bien ajustado sobre su cuerpo, aunque no le servía de mucho. El frío se le filtraba hasta los huesos, y la humedad hacía que cada paso se sintiera más pesado. No le quedaban muchas opciones. El refugio nocturno ya había cerrado sus puertas, y lo último que quería era pasar la noche en un callejón oscuro donde cualquier cosa podía ocurrir.
Apretó contra su pecho la bolsa de tela que llevaba con sus pocas pertenencias: una botella de agua medio vacía, una manta vieja y un par de prendas gastadas. Y, sobre todo, la única foto que le quedaba de su madre. Sus dedos, temblorosos, la acariciaron a través de la tela.
-Un día más -se dijo en voz baja-. Solo uno más.
Las luces de la ciudad parpadeaban a su alrededor. Desde la avenida principal, podía ver los enormes rascacielos donde la élite vivía sin preocuparse por el frío, el hambre o el miedo. Entre ellos, destacaba la imponente torre Laurent, el edificio más alto y elegante del país. Dentro de esas paredes de cristal y acero, la mujer más poderosa del país tomaba decisiones que movían la economía como piezas de ajedrez.
Helena Laurent no creía en la suerte, solo en el poder.
-¿Se han enviado los contratos? -preguntó Helena, sin levantar la vista de su pantalla.
-Sí, señora Laurent -respondió su asistente, ajustándose las gafas-. Todo ha sido revisado y aprobado.
-Bien. Asegúrate de que la junta esté lista para la reunión de mañana. No quiero retrasos.
-Por supuesto.
Helena tomó un sorbo de su café, sintiendo el amargor en su lengua. Todo en su vida era preciso, eficiente, sin margen para errores. No tenía tiempo para distracciones, mucho menos para sentimentalismos. Sin embargo, cuando miró por la ventana de su oficina, algo captó su atención.
En la acera de enfrente, junto a la entrada del edificio, una mujer de aspecto desaliñado trataba de protegerse de la lluvia bajo un toldo. Su ropa empapada se pegaba a su cuerpo, y sus manos temblaban. Helena estaba acostumbrada a ver pobreza en las calles, pero había algo en la forma en que aquella mujer se abrazaba a sí misma, en la manera en que miraba a su alrededor con una mezcla de desconfianza y desesperación, que la hizo fruncir el ceño.
No tenía por qué interesarle. No tenía por qué importarle. Pero lo hizo.
Emma trató de ignorar las miradas de desprecio de los empleados que salían del edificio. Estaba acostumbrada a ellas. Los ricos siempre miraban con asco a los que no tenían nada. Como si la miseria fuera contagiosa.
Se preguntó cuánto tiempo tendría que esperar antes de que la seguridad la echara de allí. No era la primera vez que la sacaban a la fuerza de un sitio donde solo intentaba resguardarse del frío.
-No puedes estar aquí.
Emma alzó la vista. Un guardia la observaba con expresión severa.
-Solo me quedaré unos minutos -respondió, tratando de sonar firme.
-No es una opción -dijo el guardia, dando un paso hacia ella-. Tienes que irte.
Emma sintió la frustración arder en su pecho. No tenía fuerzas para discutir, pero tampoco quería salir de nuevo bajo la lluvia. Estaba a punto de decir algo cuando una voz femenina, fría y autoritaria, resonó detrás del guardia.
-Déjala en paz.
El guardia se giró de inmediato, y su postura rígida dejó claro que reconocía a la mujer que había hablado. Emma también la reconoció. ¿Cómo no hacerlo?
Helena Laurent.
La CEO más poderosa del país. La dueña de ese rascacielos y de media ciudad.
-Señora Laurent, solo estaba asegurándome de que-
-Que no moleste a nadie, ¿verdad? -Helena lo interrumpió con un tono cortante-. Pues no me está molestando a mí.
El guardia titubeó.
-Pero...
-¿Necesito repetirlo?
El hombre negó con la cabeza y se retiró de inmediato.
Emma observó a Helena con cautela. La mujer estaba impecablemente vestida con un abrigo negro que seguramente costaba más de lo que Emma ganaría en toda su vida, si es que alguna vez volvía a tener un trabajo. Su cabello oscuro estaba perfectamente recogido en un moño, y su mirada azul helada la analizaba con una intensidad que la incomodaba.
-No necesito tu ayuda -dijo Emma, desafiante.
Helena arqueó una ceja, divertida por su actitud.
-No te la estoy ofreciendo.
Emma apretó los labios. Claro que no. Alguien como Helena Laurent no ayudaba a nadie sin obtener algo a cambio.
-¿Entonces por qué interviniste?
-Porque me molestan las injusticias -respondió Helena, como si fuera obvio.
Emma soltó una carcajada amarga.
-¿La mujer más rica del país preocupada por la injusticia? Sí, claro.
Helena la miró en silencio durante unos segundos antes de hablar.
-¿Tienes dónde quedarte esta noche?
Emma sintió que su estómago se revolvía. Odiaba admitirlo, pero no. Y con la lluvia, la idea de dormir en la calle era aún peor que de costumbre.
-No es asunto tuyo.
-Lo es si termino encontrándote inconsciente por hipotermia mañana por la mañana.
Emma entrecerró los ojos.
-¿Por qué te importa?
Helena no respondió de inmediato. Solo la observó, como si intentara descifrar algo en su expresión. Finalmente, suspiró.
-Ven conmigo.
-¿Qué?
-No voy a repetirlo.
Emma vaciló. Lo lógico sería negarse. Helena Laurent representaba todo lo que odiaba: riqueza desmedida, control absoluto, una vida de lujos inalcanzables para gente como ella. Pero también sabía que el orgullo no la mantendría caliente esa noche.
Sus dedos acariciaron inconscientemente su vientre.
Pensó en el bebé. Pensó en el frío.
Y, en contra de todo instinto, asintió.
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