Al llegar al imponente edificio de cristal donde había sido citada, Emma no pudo evitar sentir un escalofrío recorriendo su espalda. A pesar de estar rodeada de lujo y poder, algo en el ambiente la hacía sentir fuera de lugar, como una pieza que no encajaba en el rompecabezas. Respiró hondo antes de entrar al ascensor que la llevaría al último piso, donde se encontraba la oficina de Alexander Blackwell uno de los empresarios más ricos y enigmáticos de la ciudad.
Alexander Blackwell era un nombre que resonaba en todos los círculos de la alta sociedad, aunque pocos sabían realmente quién era. Un hombre joven, de apenas 35 años, que había construido un imperio financiero a base de decisiones frías y calculadas. Para muchos, era impenetrable, alguien que se mantenía a una distancia prudente de cualquier relación emocional. Para Emma, sin embargo, era un misterio envuelto en poder. Y hoy, él había solicitado verla personalmente.
Cuando las puertas del ascensor se abrieron, Emma fue recibida por una secretaria que la condujo por un pasillo largo y elegante. Las paredes estaban decoradas con obras de arte contemporáneo, y el aroma a madera pulida y café recién hecho inundaba el ambiente. Finalmente, llegaron a la puerta de la oficina de Alexander, una estructura maciza de roble que se abrió silenciosamente.
Dentro, el despacho era aún más impresionante. Los ventanales del piso al techo ofrecían una vista panorámica de la ciudad, y la decoración minimalista reflejaba el gusto exquisito de su ocupante. Pero lo que realmente captó su atención fue el hombre sentado detrás del escritorio. Alto, con el cabello oscuro y perfectamente peinado hacia atrás, Alexander tenía una presencia que llenaba la habitación. Sus ojos, fríos y calculadores, se posaron en Emma mientras se levantaba para recibirla.
-Señorita Rodriguez, gracias por venir -dijo con una voz grave, extendiéndole la mano.
Emma sintió un leve temblor en los dedos mientras le devolvía el saludo. Su piel era cálida, pero su expresión no mostraba ni un atisbo de emoción. Tomó asiento frente a él, nerviosa y sin saber qué esperar.
-Imagino que se estará preguntando por qué la he citado -comenzó Alexander, sentándose de nuevo en su sillón de cuero. Su mirada no se apartaba de ella, lo que hacía que Emma se sintiera aún más pequeña bajo su escrutinio.
-Sí, la verdad es que no estoy segura de lo que busca de mí -admitió, tratando de mantener la compostura.
Alexander esbozó una leve sonrisa, aunque no era exactamente cálida.
-Voy a ir al grano, señorita Rodriguez. Sé todo sobre su situación financiera. Las deudas, el estado en el que se encuentra su negocio familiar... todo. Y tengo una propuesta para usted.
El corazón de Emma se detuvo por un instante. ¿Cómo sabía todo eso? ¿Había investigado su vida? La sensación de vulnerabilidad la invadió, pero trató de mantenerse tranquila.
-¿Una propuesta? -preguntó, sin poder ocultar la sorpresa en su voz.
Alexander se inclinó hacia adelante, entrelazando los dedos sobre el escritorio.
-Es simple. Necesito una esposa. Y usted necesita dinero. Mucho dinero, si no me equivoco.
El silencio que siguió a sus palabras fue ensordecedor. Emma parpadeó, intentando procesar lo que acababa de escuchar. ¿Una esposa? ¿Era una especie de broma cruel? Sin embargo, la expresión de Alexander no dejaba espacio para el humor.
-¿Una... esposa? -repitió lentamente, como si al decirlo en voz alta pudiera darle algún sentido.
-Exactamente. -Alexander asintió, como si fuera la cosa más natural del mundo-. Necesito un matrimonio de conveniencia por razones personales. Nada romántico ni sentimental. Un contrato, por decirlo de algún modo.
El mundo de Emma se tambaleó. No era una propuesta que alguien esperaría en un lunes cualquiera. Pero allí estaba, una oferta surrealista que parecía sacada de una novela barata, y sin embargo, real y tangible en ese preciso momento.
-¿Y qué obtendría yo de este acuerdo? -preguntó, tratando de mantener la voz firme.
Alexander se recostó en su silla, con una confianza que sólo alguien como él podía tener.
-Lo que necesite. Pagará todas sus deudas. Se le asegurará una vida cómoda y lujosa durante el tiempo que dure nuestro acuerdo. Y una vez terminado el matrimonio, estará libre de cualquier compromiso financiero. Tendrá su vida de vuelta, sin ataduras.
Emma miró por un instante sus propias manos, temblorosas, antes de devolverle la mirada a Alexander. Era tentador, eso no podía negarlo. Pero también estaba plagado de dudas y preguntas.
-¿Y cuáles son sus términos? -logró preguntar.
Alexander la observó por un momento antes de responder.
-Un año. Seremos marido y mujer en público, pero nuestras vidas privadas seguirán siendo nuestras. No habrá ninguna obligación personal. Y, al finalizar el año, nos divorciaremos sin complicaciones.
El silencio volvió a caer sobre la habitación. Emma podía sentir su pulso acelerado mientras procesaba lo que estaba escuchando. Un matrimonio por contrato. Un acuerdo con una de las personas más poderosas de la ciudad. La oportunidad de escapar de sus problemas financieros. Pero, ¿a qué precio?
Después de lo que pareció una eternidad, Emma inhaló profundamente y miró a Alexander a los ojos.
-Necesito tiempo para pensarlo.
Alexander asintió, como si hubiera esperado esa respuesta.
-Tómese el tiempo que necesite, señorita Rodríguez. Pero no demasiado. Mi oferta no estará sobre la mesa para siempre.
Emma se levantó, sus piernas algo inestables, y se dirigió hacia la puerta. Antes de salir, se giró para mirarlo una última vez.
-Lo consideraré.
Y con eso, dejó la oficina, con el peso de una decisión que podría cambiar su vida para siempre.En una mañana nublada de marzo, Emma Rodriguez caminaba apresurada por las calles del centro de la ciudad. Su cabeza estaba llena de pensamientos dispersos y preocupaciones que parecían multiplicarse con cada paso que daba. Desde la muerte de su madre, su vida había dado un giro inesperado, llevándola a enfrentar un futuro incierto. Las deudas acumuladas por las cuentas médicas se apilaban sobre su escritorio, y el reloj marcaba cada vez más rápido hacia una inevitable bancarrota. Pero esa mañana, algo estaba a punto de cambiar para siempre.