ndres parecía haber durado una vida, y ahora que estaba allí, ante la casa, sentía el peso de todos los kilómetros recorridos ac
s blancos de las ventanas estaban descascarados, la madera del porche empezaba a pudrirse en las esquinas y el jardín - antaño florido y vibrante - era ahora un tapiz de malas hierbas,
dado ese olor: a tierra mojada, a viento húmedo, a cosas antiguas. Y, sutilmente, casi como un susu
recía venir de dentro de ella. Llevaba una maleta pequeña y un bolso de cuero con lo esencial. El
aíces salientes y ramas partidas. Se detuvo ante la puerta principal y sacó del bolsillo el manojo de llaves que le había entregado el abogado, junt
e abrió, un olor denso se escapó: madera vieja, polvo... y lavanda. Eleanor se quedó inmóvil en el umbral, como si atravesar esa pue
tr
adas en las paredes. El aire era frío y quieto. La electricidad, como era de esperar, no funcionaba. La casa estaba intacta
la chimenea, los libros antiguos ordenados con esmero en las estanterías, el reloj de péndulo marcando
lenos de lágrimas. El silencio era profundo, pero no absoluto. La casa hablaba. En los chasquidos de la madera, en el murmullo del
voz baja, como quien
mera llovizna caía en velos finos sobre el ca
a casa. Permaneció quieto unos segundos, los ojos fijos en la ventana del segu