cálido, la música de mariachi flotaba en el aire y mi hija, Sofía Jr., reía mientras chapoteaba en la piscina. Mi esposo, Carlos Mendoza, me rodeó con su braz
una fachada, un escenar
, sosteniendo un micrófono. Su sonrisa había desaparecido, reemplazada por una máscara de dolor y traición
lando falsamente. "Pero hay algo que deben saber. Algo sobre la mu
lado, mis padres, Ricardo y Elena Vargas, me miraban con
de hotel que no reconocí. En él, una mujer que se parecía inquietantemente a mí estaba en la cama con un hombre desconocido. La imagen era borrosa, la
e los invitados. Sentí cientos de ojo
o?", pregunté, mi vo
ndo a la multitud. "No solo me
erior, se soltó de la mano de mi madre y corrió hacia Carlos. Lo señaló y luego a mí,
¡Mami me pega! ¡
equeño torso, cubierto de moreton
nes. No. No, eso no era posible. Yo nunca, jam
yuda, de alguien que me creyera. Mis ojos se encontraron con los de mis
a familia, el hombre que me enseñó a ser fue
"No solo ha deshonrado a su familia y a su esposo, sino que también ha traicionado a nuestra
í como una lluvia de rocas, aplastándome, enterrándome viva. La multitud, antes festiva, se hab
ruj
usad
adr
i cabello, golpes en mi espalda, arañazos en mis brazos. Caí al suelo, el duro pavimento raspando mi piel. En medio del caos, vi los rost
de amor, llenos de un
or qué? ¿Por qu
olor se desvanecía, llevándose mi últi
.
tiendo a un ritmo frenético, el sudor frío empapando mi pijama. Estaba en mi
Sofí
acto. Tenía fiebre. Recordé este día. Era el 4 de mayo, el día antes de nu
igital en mi mesita
taba
a vu
e que mi vida fuera destruida. Y esta vez, no iba a permitir que