almente se encarga de todo. Dice que no debo salir más de lo necesario. Que no es se
rar tiritas. Y yo salí. Casi sin re
pregunté por las tiritas, y de pronto me miró de otra forma. Más atenta. - ¿
n rayo. No supe qué decir. Asentí. Demasiado r
rabajaba en el orfanato, los niños miraban
io y me la tendió. Luego añadió, en voz baja: - Conozco esa mirada... - Se inclinó un poco hacia mí, sonriendo con ca
ar, ven. Después de las seis estoy sola aquí. Tengo té. Y silencio donde s
upiera todo lo que nunca dije. Y no me presionaba. Solo ofr
su voz. Sonaba dentro de mí más fuerte que todas las palabras de Vla
iraba... y de pronto comprendí: no huele a libertad. Es como una puert
erta. Aunque lloviera del otro lado. En ella había alg
me recordaban a mi madre. Esa que me amaba sin condiciones. Con ella todo se det
ia. En cada mirada, en cada palabra, incluso en sus silencios cuando llamaba al teléfo
apado en una red. Quería protegerme, abrazarme, llevarme con ella.
stigo. Yo entendí que era víctima de las circunstancias. Nunca
Era yo quien se sentía culpable. Por
Y para soportarlo, me hice una promesa: si ella moría, yo también moriría.
iempo. Quería que viviera con ellos. Finalmente, mi padre accedió a llevarme de vuelta a la familia.
r. No gritaba. Susurraba. Su mirada traspasaba. No golpeaba. Maldijo. Practicaba brujería. Tenía lib
os días más oscuros de mi vida. Su casa era sombría, fría. Incluso en vera
aba como a una enemiga. Y dijo: - Hay algo raro en ti. Irradias algo extraño. Oscuro. Arruinas la energía de esta ca
a. Escuchaba susurros tras la puerta. Lo oía recitar co
jarla. Era frágil, inocente. Sabía que no sobreviviría. Pero yo sí. Yo sabía resistir. Ya había
o extraños. Hasta que ocurrió algo que
en el infierno. Un cachorrito blanco, nacido en el